Nunca me canso de reiterarlo y, aunque pueda parecer una perogrullada, es para mí un axioma. Por encima del derecho de los padres a enseñar a los hijos lo que les venga en gana está la obligación del Estado de formar ciudadanos, lo que nada tiene que ver con adoctrinarlos, todo lo contrario, sino con convertirlos en personas responsables, respetuosas con los derechos de las demás y tolerantes, libres de prejuicios racistas, sexistas y, a ser posible, de toda índole.
No se me escapa que dicha tarea es harto complicada y difícil, prácticamente utópica, pero es de ésas que no puede abandonarse y en las que tanto los poderes públicos, como los medios de comunicación y las instituciones de docencia deberían perseverar, porque es el futuro, no ya de España, Europa u Occidente, sino el de la humanidad entera el que, a la larga, está en juego.
Es una pena que hayamos dado pasos de gigantes en la carrera hacia el progreso material, y hayamos conquistado hasta la Luna, y en lo que a la evolución espiritual se refiere todavía estemos como en la Edad de Piedra en infinidad de aspectos.
La prohibición divina de no matar nos la seguimos pasando por el forro cada vez con más facilidad que nunca en toda la historia y la prehistoria de la especie y con menos remordimientos de conciencia que en tiempos de los hititas o de los romanos. Pero lo que resulta aún más grave es que hayamos hecho del crimen, prensa, radio y televisión mediante, el más grande de nuestros espectáculos. Como ya están en boga hasta las ruedas de prensa protagonizadas por familiares de quienes han sido víctimas de asesinatos horrendos, lo único que nos falta por ver son las de los mismos criminales al poco de su detención, debidamente esposados, y, lo que sería todo un pelotazo, la retransmisión en vivo y en directo de un parricidio, por ejemplo. ¡Dios, qué miedo!
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