Hace justo dos semanas tuve la oportunidad de visitar por segunda vez Melilla. Fue con motivo de una jornada cultural organizada por su Real Club Marítimo, y dedicada a “la mar y el misterio”, a la que fui invitado y en la que tuve el honor de participar, gracias, todo he de decirlo, a la recomendación de Nacho Ares, escritor, historiador, egiptólogo, director del programa radiofónico Ser Historia y colaborador del programa Cuarto Milenio de televisión, con quien, además, coincidí.
Ya la primera vez que la visité, aunque sólo fuera en tránsito, de camino a Marruecos, país hacia el que entonces me dirigía, una espléndida mañana primaveral de mayo de 2002, me llevé una muy buena impresión. Ahora, diez años después, y tras una estancia breve pero intensa, he de decir que la ciudad me ha encantado.
Por su ubicación geográfica, al norte del continente africano, en una zona limítrofe con la región del Rif, junto a la desembocadura del Río de Oro, a orillas del Mediterráneo, el Mar de Alborán, frente a las muy desconocidas Islas Chafarinas y próxima a Argelia, Melilla ya resulta de por sí atractiva e interesante para quien sienta pasión por la aventura y no esté falto de espíritu viajero.
Pero si a todo eso añadimos su patrimonio histórico, su riqueza y su diversidad cultural y el trato de su gente, una visita a esta ciudad y a su entorno puede resultar fascinante. No en vano, es el lugar un ejemplar punto de encuentro de cristianos, musulmanes, judíos e incluso hindúes, comunidades diferenciadas pero que conviven y son capaces de compartir espacio y entenderse.
Llama poderosamente la atención la presencia en sus calles de numerosos edificios de estilo modernista que datan de principios del siglo XX, algunos de ellos toda una joya de la arquitectura de esa época; y la zona de la antigua urbe amurallada, hoy conjunto histórico-artístico y Bien de Interés Cultural. También son de gran valor patrimonial construcciones como la Iglesia de la Purísima Concepción, los Aljibes, el Hospital del Rey, las Cuevas del Conventico o los numerosos fuertes militares que se reparten por su término.
Mención especial y aparte merecen el Museo Etnológico, el Museo Arqueológico, instalado en lo que fuera la antigua Torre de la Vela, con vestigios del Neolítico, de la época de la colonización fenicia, de la dominación romana, del legado judeo-magrebí de la Edad Media y de los siglos XVI, XVII y XVIII, ya en la Edad Moderna, y el Museo Histórico-Militar, señal de la importancia que los acuartelamientos de las llamadas tropas regulares del Ejército español y la situación estratégica de la plaza tuvieron en otro tiempo no muy lejano.
No es que yo quiera dar a entender que Melilla sea el paraíso y no tenga problemas, pues los tiene, como cualquier otra ciudad, y más aún en los tiempos que corren. Y a esos se suman, además, los que se derivan de su singular aislamiento en un continente que no es el europeo y, sobre todo, de su condición de población fronteriza, por la que ha de pagar y paga su particular servidumbre.
Pero también es verdad que los ha venido afrontando y los afronta con un balance de resultados más que satisfactorios que, de cuando en cuando, está bien recordar, sobre todo para contrarrestar esa cierta mala imagen que, no digo que intencionadamente, se ha propagado a veces a través de algunos medios al tratar ese controvertido fenómeno de la inmigración que tan directamente le afecta.
Sirva el presente artículo como contribución mía a esa causa y como agradecimiento a la acogida que los melillenses me dispensaron los dos breves días que el pasado mes de abril compartí allí con ellos.
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