Nadar y añorar en tiempos de crisis

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UNA PELÍCULA
El carácter profético de ‘El nadador’


Supongo que Pedro J. Ramírez terminará acertando, un día de estos, con alguna de sus apocalípticas profecías económicas –tanto va el cántaro a la fuente que al final termina por saberse el camino, que decía el humorista Pedro Reyes-, que es en lo que ha convertido su twitter personal. Tras su propósito no hay enmienda, salvo la de zurrar al errático y condenado gobierno de Rodríguez Zapatero antes de que el efecto Rubalcaba siga despertando conciencias. Sus enafatizadas sentencias, cargadas más de confidencializado interés que de hechos consumados, no distan, en cualquier caso, del terrorífico panorama con el que ilustran nuestra parcela de realidad los informativos nacionales, que se han convertido en toda una invitación al zapping a la hora del almuerzo. Habrá que agradecerles, al menos, que no intenten ocultarnos la verdad, aunque lo hagan sin renunciar a un reñido ‘prime time’ en el que siempre han vendido más las desgracias que las alegrías, salvo cuando España gana en cualquier cosa menos en reducir el déficit o la prima de riesgo.

Sin embargo, detrás de esa encarnizada lucha por apuntar con el dedo en una misma, necesaria e interesada dirección –la del Gobierno central-, está la situación de cientos de miles de personas que han visto cambiar su vida de manera radical en el transcurso de los últimos tres años. Nuestros padres ya lo veían venir: Hay mucha gente viviendo por encima de sus posibilidades. La frase la hemos terminado adoptando, seamos parte interesada o no, como conclusión a una década tan irrepetible como irrecuperable, en la que miles de adolescentes abandonaron sus estudios a cambio de subirse a un tejado, hacer cuatro jornadas intensísimas de trabajo a la semana y lucirse en su A3 el fin de semana acompañado de su chica. Tenían todo el derecho del mundo, el mismo que a equivocarse, y ya se sabe: cuando te pones a hacer planes sobre lo bien que te va a ir en el futuro, Dios se ríe a carcajadas desde el cielo, que diría Al Swaerengen.

Nos acostumbramos a un nuevo estado del bienestar, a un buen vivir, en el que la posesión terminó por significarlo todo, tanto como lo ha sido perderlo todo para muchos años más tarde. Y sí, este Gobierno no hace más que empujarnos sobre un trampolín bajo el que se asoma una charca llena de cocodrilos, como si fuésemos polizones o los rehenes de un galeón para los que se acaba el plazo de espera, pero la tragedia de la crisis no está sólo en los números, en los mercados, en las agencias de ratting, en el peso de la banca, sino en las víctimas particulares, ya lo sean de forma directa o, peor aún, indirecta.

Cuando la crisis dijo “aquí estoy yo y vengo a daros hasta en el carnet de identidad” se cumplían cuarenta años del estreno de ‘El nadador’, una película de corte independiente interpretada por Burt Lancaster que, a día de hoy, sigue siendo uno de los relatos más desgarradores sobre el fracaso del sueño americano, pero también del estado del bienestar o del buen vivir. La vi por primera vez en la década de los noventa y ya entonces resultaba de difícil digestión, por la vigencia y proximidad del drama que describe, y por la contundencia del desarrollo de su historia, a la que resulta imposible permanecer ajeno. Y todos esos valores se han sobredimensionado con el estallido de la crisis económica mundial de 2008, que confieren al filme un carácter profético –este sí que lo es- por cuanto vaticina el derrumbe, no ya de un sistema económico concreto, sino el de los que lo han vivido artificialmente.

La película se desarrolla a lo largo de un soleado día de verano y arranca con la aparición de Burt Lancaster, en bañador, atravesando los setos de un chalet para lanzarse a la piscina. Con el ruido del chapoteo acuden los dueños de la casa, que reconocen inmediatamente al intruso. Se saludan amistosamente y el nadador les comenta que se ha propuesto atravesar toda la urbanización de lujo, de norte a sur, nadando a través de las piscinas que poseen sus amigos y conocidos en el trayecto hasta su propia casa. Sin embargo, a medida que va allanando nuevas piscinas descubres que el trato comienza a ser desigual, que o no es bien recibido o terminan hablando a sus espaldas, y que esa selecta comunidad tiene algo en común con los delatores de la caza de brujas: tuvieron que elegir entre sus piscinas y su dignidad y terminaron por elegir lo primero, como denunció en su momento Orson Welles. Y ese enrarecimiento del fantástico y exclusivo ambiente sobre el que el protagonista se ha propuesto el curioso reto, termina por trazar un nuevo perfil del personaje, hasta culminar su recorrido, derrumbado, ante su casa, aporreando la puerta mientras la cámara se desliza por el jardín, la piscina, la pista de tenis y unas habitaciones abandonadas hace ya algún tiempo.

‘El nadador’ tuvo un propósito concreto en su fecha original, aunque realizada bajo una conciencia universal que llega hasta nuestros días, enriquecida ahora por la contundencia con la que la crisis económica ha terminado por arrebatar a tantos empresarios, trabajadores y ciudadanos un modo de vida que sólo podrán añorar así pasen los años.

UN DISCO
Jethro Tull, que actuó una noche en el Villamarta

Gracias a Spotify he conseguido reencontrarme con grupos y canciones que permanecían en el olvido del estante de las antiguas casettes sony y tdk de cromo, desterradas por la tiranía de los nuevos compactos de música. Entre esos grupos está Jethro Tull, que, sin quererlo, puedo traer a colación de la tensión que se vive en Jerez en estos momentos a causa de la incierta temporada que se avecina en el teatro Villamarta. Porque Jethro Tull ha sido uno de los míticos grupos que ha pisado las tablas del coliseo jerezano. Pero, como haría Dickens, contemos las cosas desde el principio.

Cuando estudiaba en Sevilla, compartía residencia con estudiantes norteamericanos. Uno de ellos se llamaba Michael, y se hizo muy popular entre los españoles porque se pasaba todo el día durmiendo. A día de hoy lo seguimos recordando como Michael el Dormilón. Cada día, después del almuerzo, se acostaba a dormir una siesta de seis horas, se levantaba para cenar, y se volvía a acostar. Nunca supimos si era una especie de enfermedad. Tampoco llegó a explicarse bien, porque como pasó tanto tiempo dormido no practicó en exceso el idioma con nosotros. Un día le tocó marcharse de vuelta a casa, recogió sus cosas y nos dijo adiós. El despiste, que todavía tendría sueño acumulado o por dejar mejor huella entre nosotros, hizo que se olvidara algunas de sus cosas en la habitación, por lo que los que quedábamos procedimos a repartírnoslas escrupulosamente. A mí me tocó una cassette de Jethro Tull: The Best. Vol.1.

Por aquel entonces tenía un grupo de rock: Los Zurdos -todos éramos zurdos, pero esa historia ya la contaré otro día-. El caso es que después de escuchar por primera vez aquella cinta de Jethro Tull se la pasé a mi primo Rubén -era el vocalista, con una tonalidad muy parecida a la de Ian Anderson-, para que disfrutara y viera hasta qué punto podíamos sentir la influencia de sus composiciones sobre las nuestras. Mi primo se convirtió en un fan incondicional del grupo. Fue comprando toda su discografía poco a poco y grabándome cada uno de los discos. Nuestro grupo terminó disuelto, pero poco después del inevitable final nos llegó la noticia del concierto de Jethro Tull en Jerez y fuimos todos juntos a recordar buenos tiempos. Anderson tenía la voz algo cascada, pero terminó vestido de juglar y tocando la flauta travesera apoyado en una sola pierna.

Ahora con Spotify llevo más de una semana enganchado a sus discos, en especial a Minstrel in the gallery y su Baker Street Muse, un tema de 16 minutos espectacular que nos descubre la auténtica realidad de la música de nuestros días, en la que un grupo como Jethro Tull no tendría la oportunidad de triunfar y menos aún de darse a conocer. ¿O acaso hay alguien ahora mismo capaz de producir un disco con una canción de 16 minutos, o un disco con una sola canción, como Thick as a brick? Conclusiones a las que llego por culpa de un grandullón que se pasó medio curso durmiendo en la habitación de al lado y después de que mi primo Rubén, víctima de tan afortunado efecto mariposa, terminara de contagiarnos la pasión por este grupo en concreto en unos días en los que la música era sagrada para nosotros y nos hacía soñar con un futuro de discos y estadios de fútbol llenos de público. Tal vez nuestra música no fuera convencional, ni nuestro estilo llenara grandes auditorios, pero éramos jóvenes, inmaduros e inmortales, o al menos me gusta recordarlo así. Lo que no quisiera volver a recordar es un Villamarta cerrado, vengan o no otra vez los jubilatas de Jethro Tull.

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