Pegados a la mano nos han llevado a la feria y a la Semana Santa. Igual hicimos con nuestros hijos cuando nos tocó. Ahora la cosa está un poco difícil porque pegado a la mano va el móvil.
La cosa llega a tanto que no puedo evitar que me venga a la mente el cuento de Camilo José Cela: Las orejas del niño Raúl. Ese que cogió la manía de medirse las orejas porque le parecía que tenía una más grande que la otra. Cogió tal obsesión que un día que su madre le dio un par de gallinas para que las llevara, el niño Raúl no veía el momento de llegar a casa, se fue poniendo de todos los colores hasta que soltó las gallinas y se midió las orejas. Pues lo mismo pasa ahora con el móvil si hay que dejarlo un momento
Los bebés van en el carrito con él en la mano. Parece que no se pueden sacar de casa sin que lo lleven. Antes era suficiente atracción ver la calle, la gente, las tiendas con sus colores, el parque, los demás niños. Ahora el mundo se ve por una pantalla.
Luego lo llevan al colegio porque los papás quieren poder comunicarse con ellos en cualquier momento. Pero no son walkie talkies, no sirven sólo para hablar, son la puerta de entrada a un universo sin control parental.
No es extraño que siguiendo esa senda los niños de doce años consuman porno a través de sus pantallitas. Un porno donde la mujer es un objeto para dar placer al hombre. Ya nos podemos cansar de intentar educar en igualdad que la práctica consiste en pertenecer a la secta de la manada. No hay manera de evolucionar así, más bien estamos involucionando. Los chavales tienen referentes sobre los que sus padres no tienen conocimiento ni control.
Los adultos lo que sí tienen es la misma adicción al móvil que sus hijos. Esos grupos de WhatsApp que no descansan y que no podemos dejar de seguir para estar al tanto de cada chorrada que se escribe. Las redes donde caen de manera incauta nuestro tiempo, rapiñado hasta en la cola del supermercado.
Envía tu noticia a: participa@andaluciainformacion.es