Una feminista en la cocina

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 No le ha llegado todavía la nostalgia postrera que habita en los cuerpos revenidos de los profesores que vagan por aceras y peatonales

Publicado: 22/06/2018 ·
08:51
· Actualizado: 30/07/2018 · 10:40
Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Son éstos los últimos días de colegio. Se nos van estiraditos y huérfanos de las palmas de las manos. No los recogemos como otros años, porque (como les digo) éstos son correosos y trillados siéndonos en parte- ya- ajenos. Hemos envejecido en la parra y nos hemos hecho cuerpo. Los niños nos esquivan, las canas nos atropellan y la vida -que nos enamoró- nos da bocanada de ebrio. No son los nuevos ni los viejos tiempos, es que se nos acaba el colegio. Joaquín Pérez se irá con sus hijos con a cara alta y despejada a su casa porque ganó esta batalla tan difícil que consiste en que sus alumnos- que no tienen nombres ni edad más que la del curso presente-vuelen tan alto como puedan con las alas que él les ha emplumado.                                                                                                                        

Espadas con los escolares en Torreblanca.

No le ha llegado todavía la nostalgia postrera que habita en los cuerpos revenidos de los profesores que vagan por aceras y peatonales mirando de lado el colegio, jubilados y docentes por siempre haciendo como que no les importa. Mirarán a cualquier criatura y tendrán tantos deseos de enseñar que buscarán victimas al amparo de la duda porque el ansia de transmitir conocimientos va pegada a los tuétanos sin entender que se cumplan años o que la vida se nos escurra por las patas.

Joaquín se queda para seguir enseñando a combatir  la inercia, para practicar pases de torero de arte con su voz cálida y  modales educados siguiendo sendas que muchos otros antes que él abrieron para integrarse en nuestro recuerdo más profundo, entrelazado con la gratitud y el respeto. Son los últimos días de los más pequeños de mi casa que ya aspiran a la adolescencia, gastadores de botas de baloncesto, corredores de intrépidas batallas en renuncios. Para muchos otros también como la más guapa, el más gamberro, la inteligente, el bueno, el ojito derecho de la Directora y el de la madre más colaboradora. Todos ellos se repetirán el año que viene como los meses escolares, como las etapas de la Historia de Nazaret contados en una carcasa reciclada de puzle que se saetea de piececitas para demostrar que las corrientes eléctricas molan. Pero lo que dopa es el viaje como en “la Iliada”, los cíclopes, los dioses y el mar/la mar al que solo Alberti pudo tocarle las entrañas porque se fugaba de colegios portuenses que le median el alma en pulgadas. Ese niño infinito y grande  de pelo blanco como el azúcar, narraba con voz cascada en los colegios de primaria sus prodigios para que los niños mamasen poesía.  Vaga también ahora por los pasillos junto a los que se fueron en el ejercicio del deber de las letras, de la educación y de las risas que no son de lata. Echaremos de menos esa etapa, a ese profesor y la inocencia cálida que se derrite entre mochilas y súper héroes, videojuegos y tarea olvidada en letra de agendas escolares que no tienen otro fin que ser devoradas por el presente más ufano.

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