Lo que queda del día

Criticar y comprender, o viceversa

Hay tácticas que funcionaron en el pasado, gobiernos que cedieron en exceso. Repetirlo sólo servirá para postergar el cumplimiento de una condena inevitable

Esta semana me visitó un compañero asiduo a los medios. Lleva tiempo muy molesto con la gestión del gobierno local. No sólo eso; molesto también con el comportamiento de los medios locales a la hora de (no) criticar al gobierno, de lo cual deduzco que o no lee o confunde hacer crítica con estar cabreado. Estoy seguro de que no lo dice con maldad, e incluso respeto su opinión y asiento ante algunas de sus teorías.

Por si acaso, debería tener presente lo que escribió Hannah Arendt: “La ideología ciega a la inteligencia”, y en demasiadas ocasiones -es inevitable- nos dejamos llevar por la ideología a la hora de alcanzar conclusiones; peor aún, a veces, ni siquiera es cuestión de ideología.

Es cierto, lo siento, no pretendía molestar a nadie, y mucho menos a quien orgullosa y/o clarividentemente defiende una ideología. Es un ejemplo extremo, lo sé. Arendt, cuando hablaba de ideología, aludía a los totalitarismos, a las dictaduras, pero también a la estrechez de pensamiento. Hagamos crítica, y al gobierno, por supuesto, pero tampoco creo que sea necesario llegar a hacerlo como hooligans o como si nos acomodásemos en la barra de un bar -en este caso también habría que tener presente lo que dejó dicho Umberto Eco al respecto-.

Escribió hace poco Enric González que “creemos que el periodismo es crítica, cuando debería ser comprensión”. La comprensión, obviamente, es la que nos lleva a la crítica, y, por eso mismo, alcanzar ese estadio es tan importante. La cuestión es que no es así. Pasamos de los hechos a la crítica sin solución de continuidad por el mero hecho de atenernos a las etiquetas o trascender la anécdota, como está ocurriendo con el enfrentamiento entre el equipo de Gobierno y, fundamentalmente, dos secciones sindicales del Ayuntamiento -tampoco conviene olvidar que son las que ostentan la representación mayoritaria-.

En este sentido, se equivoca el ejecutivo en su estrategia victimista frente a la acción sindicalista desde el momento en que ha optado por magnificar una cuestión inevitable en todo proceso negociador  -a excepción hecha de la lamentable pintada en el colegio- . No voy a justificar los insultos, las amenazas, las pintadas, ni las consecuencias personales que todas ellas juntas han acarreado en quienes son sus principales destinatarios, pero resulta ingenuo recurrir a ese argumento cuando en el pasado nadie ha salido a defender a quienes han padecido idéntica y bochornosa presión, como tampoco ocurre ahora a la inversa  -aquí parece que hemos olvidado muy pronto que a Aurelio Romero le llegaron a hacer un escrache en su despacho de la calle Porvera, y tampoco hace tanto tiempo de eso-.

Del mismo modo, se equivocan también los sindicatos, y en lo primordial: en la negociación; o mejor dicho, en la falta de negociación. ¿Cómo vamos a comprender sus reivindicaciones si ni siquiera llegaron a sentarse un solo día cuando fueron convocados a la mesa de negociación, con excusas tan peregrinas y oportunistas como las de la grabación de la reunión? ¿De verdad creen que van a lograr el respaldo social de la ciudadanía con pitadas, panfletos y petardos como principal argumento? ¿De verdad creen que van a lograrlo con el gobierno? Como tantas otras veces no se trata de diferenciar entre buenos y malos, sino de abordar posibles soluciones a ambos lados de la mesa, y de abordarlas ya.

Critiquemos, pero comprendamos antes. Sabemos dónde se encuentra el origen de todo el problema, sabemos quién condiciona e interviene el presente, y que no queremos un futuro basado en las imposiciones, pero tampoco en las amenazas, y el único camino disponible es el que, especialmente una de las partes, sigue cercenando y minando, el del diálogo.

Sabemos que hay tácticas que funcionaron en el pasado, y también que hubo gobiernos que cedieron en exceso. Repetir la fórmula sólo servirá para postergar el cumplimiento de una condena inevitable, cada vez más duradera, lastrosa y, definitivamente, perjudicial para todos. Ni las denuncias ni las pintadas parece evidente que vayan a evitar que eso suceda más pronto que tarde.

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