Notas de un lector

Un lírico y emotivo adiós

El libro póstumo de Santiago Castelo, “La sentencia” (Visor. Madrid, 2015), acaba de ver la luz

En el invierno del año 2000,  Santiago Castelo estuvo de visita en Arcos de la Frontera, y en compañía de mis padres, tuve la dicha de acompañarlo por las calles y las plazas de nuestro querido pueblo.
En aquella ocasión, también estuvo en nuestra casa, y recuerdo el placer que le produjeran las bellas vistas que desde allí contemplara.
En su libro, “Cuerpo cierto”, aparecido al año siguiente, escribió junto a su texto, “Azotea”: “Este poema está sentido y vivido en la casa de Antoñita y Carlos Murciano. No puede ser más que de ellos, -y de su hijo Jorge-”. Y aquel poema, decía: “Hay días en que Dios dispone todo/ de tal manera que parece un sueño. (…) Gracias, tan solo. Sí, gracias, Dios mío,/ por permitir que el corazón aún sueñe/ y se quede dormido de Tu mano”.

     Ahora, dieciséis años después, me he traído hasta esta misma azotea, el libro póstumo de Santiago Castelo, “La sentencia” (Visor. Madrid, 2015). Llevado de sus versos y de su imborrable recuerdo, me ha costado llegar hasta el final de sus páginas, porque la memoria iba convirtiéndose en nostalgia y la verdad de su decir en tristeza.
El 29 de mayo del pasado año, nos decía adiós el poeta pacense, tras batallar arduamente contra un cáncer. Dos semanas más tarde, obtenía con este volumen el XXV premio “Jaime Gil de Biedma”, por decisión unánime y, sin duda, certera.

     “Sonó la palabra. Seca y rotunda lo mismo que un disparo./ Y todo se volvió blanco. Las paredes, los muebles, el silencio./ fueron unos segundos que se hicieron eternos./ Mis rodillas sin nervios, mis manos desmayadas/ y en la memoria toda la vida en un instante (…) Ignoro lo que dije. Se cerró la memoria/ y cayó la sentencia como una guillotina/ que lo arrasase todo. El mundo era distinto”, reza el poema que sirve de pórtico
Aquel diagnóstico irreversible y mortal, se tornó en el hilo conductor del que Santiago Castelo fue tirando para bordar un poemario doliente y estremecedor, en el que asoman, a su vez, los soportes temáticos que siempre pervivieron en su alma: su tierra y su infancia extremeñas, el inexorable paso del tiempo y el amor común y solidario de quienes estuvieron muy cerca de su corazón. Él, que tantas veces se había referido a la soledad (“La soledad me crece/ -vivo geranio antiguo-/ con sed de enredadera”), se vio repentinamente frente a aquel dictamen condenatorio.
Aun a sabiendas de la hiriente verdad, no quiso rendirse (“…Asumir el dolor/ pero no hacerle el juego al sufrimiento”…), y su verso y su ferviente esperanza le ayudaron a apostar fuerte por la vida. Si bien, ya cada instante, empezaba a ser como un pequeño regalo, como un súbito milagro: “…Hay que empezar de nuevo./ Se dice fácilmente. Y aunque tengo unas ganas/ enormes de vivir no sé si tendré tiempo”.

    Su dominio del metro y de las suertes estróficas convierten su cántico en materia aún más sensual y la carga de íntima elegía que abrigan los poemas hacen del conjunto un himno de notas inolvidables y lacerantes: “Hay otro calendario y otro dedo en las nubes/ y has de acostumbrarte a saber que eres sombra/ tú que siempre creíste en la luz del verano”.

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