El “Libro de las canciones” (Linteo. Orense, 2009) de Heinrich Heine (Dusseldorf, 1791- París, 1856) vio la luz por vez primera en 1827. Tanto creció su fama, que en los años posteriores llegó a editarse en más de once ocasiones. En él, se recoge la poesía más romántica del autor alemán, -desde sus “Cuitas juveniles” (1817 – 1821) hasta los dos ciclos de “El mar del Norte” (1825 – 1826). José Luis Reina ha vertido al castellano estas canciones que reflejan el espíritu amatorio y satírico que acompañó siempre el decir heineiano. “Se es mucho cuando se es poeta”, escribió el propio Heine en 1854, en sus “Confesiones”. De tal condición, supieron sacar partido tanto él como el gran número de compositores que pusieron música a sus textos, pues hay más de diez mil piezas basadas en ellos. De variada temática -la Biblia, lo oriental, lo greco-romano, lo indio..-, el escritor germano dejó escritas en estas páginas lo mejor de su obra, que nos llega aún vigente y reveladora: “Quien ama por primera vez,/ aún sin dicha, es un dios;/ pero quien por segunda vez/ ama sin dicha es un loco”.
Con “Lo sguardo effimero” (Levante Editori. Bari, Italia, 2009), continúa Herme G. Donis su trayectoria lírica que iniciara en 1983 con “Catón de infancia”. Desde entonces, su verso ha ido creciendo con madurado rigor, hasta llegar a esta “mirada efímera” que se publica en edición bilingüe. Dividido en tres apartados, “El agua repetida”, “Jaikús occidentales” y “La vida en vilo”, este poemario de la vallisoletana se ciñe al haikú -como única estrofa- para dar rienda suelta a sus íntimas inquietudes, las cuales va desmenuzando con tono confesional. La fugacidad del ser humano (“Eterna el agua/ conduciendo la vida/ hacia la muerte”), el paso de las estaciones (“Olas de espigas/ columpian en los campos/ el sol de julio”), las dudas celestiales (“Si Dios existe,/ ¿con qué rostro recibe/ a los que olvida”?), el dolor de no ser (“Poco a poco/ me perderé en la nada/ y seré olvido”)…, van conformando este atlas personal, por donde Herme G. Donis pasea su mirada cargada de lirismo vital. La certera traducción de Emilio Coco, completa un volumen dador de realidades: “Sencillamente,/ palabra tras palabra,/ haces tu vida”.
“La luz que más me llama” (Olifante. Zaragoza, 2009) de Beatriz Gimeno, confirma el buen momento que atraviesa la actual poesía escrita por mujeres. Esta madrileña del 62, nos sirve en bandeja amatoria su bautismo, y reúne en este volumen un puñado de versos donde el yo poético dibuja un inmenso corazón en torno a un arrebatado desahogo. Libro hímnico, por cuanto canta de la nostalgia y la memoria, por cuanto dice del fino erotismo y sus raíces, por cuanto guarda entre sus turbadoras esquinas: “Por la noche he acostado mi cuerpo a duras penas/ y te he sentido a ti, y he soñado a los muertos./ No he acabado aún: aún me queda tiempo/ para jugar contigo a tener la vida entre las manos”. En su palabra previa, dice Violeta Barrientos que “La luz que más me llama es un texto sobre el deseo, que es el deseo que llama a la autora”, y uno comprueba que no le falta razón, tras dar lectura a estos anhelos que acuestan su fuego sobre las sanadora condición del alma enamorada, “más allá de tu espalda y de tu beso”.
Sin abandonar el ámbito femenino, la editorial Rialp da a la luz “El fabricante de ruinas”, accésit del Premio Adonáis, de María Eugenia Reyes. Sevillana, aunque residente en Algeciras y dedicada a la docencia, suma con esta su segunda entrega, tras “Nuestro nombre en las piedras" (2007). Un verso libre muy bien ritmado sirve al lector para adentrarse con facilidad en un universo tamizado por los paisajes comunes, por los caminos hollados en soledad, por los recuerdos vívidos y solitarios (“Todos los días son invierno/ en este maldito rincón/ que es mi memoria”), por la sed amante (“No sé cómo decirte/ que sin ti/ estar con otro/ no sería más que otra forma/ de estar sola”)…,; y, a buen seguro, que también le ayudará a reconocerse muy cerca de este verbo delicado y latidor. Porque también queda tiempo para la celebración, para la consciente transparencia con la que María Eugenia Reyes atraviesa sus propios orígenes (“He sido hecha/ antes que los absimos”), y rescata de las sombras la exacta geografía de su espacio vital: “Te doy también lo que no tengo:/ te doy mis sueños mientras duermo”.
Con este su cuarto poemario, “El desierto del agua” (La Garúa. Barcelona, 2009), Miguel Ángel Gara (1970) se adentra en los territorios de la insatisfacción cotidiana y aborda con valentía la compleja singladura que conlleva la existencia. No es casualidad, por tanto, que su libro se inicie con una pregunta de imposible respuesta “¿Qué soy?”,que aún así pretende contestarse: “Alas blancas”. Esas alas, almadas, son las que le sirven para alzar el vuelo de un libro en el que se adivina la profundidad de una dicotomía contradictoria: la piel silente de la dicha y el espejo amargo del presente. “Los versos de Miguel Ángel Gara han logrado, aquí, convocar una posibilidad de supervivencia”, anota en su prefacio Enrique Falcón. De lectura unitaria, el verso del poeta madrileño destaca por su contenida emoción, por el sonoro son de su humana capacidad, por la voz única y múltiple de un inquietante Capitán que dispone y dicta el futuro: “Muere la oscuridad y nace un grito (…) El Capitán son sus manos de silencio (…) ´Mirad´, dice, `en esta agua/ está lo que buscamos´”.
Galardonado con el XIV premio para poetas andaluces “Ciudad de San Fernando” de 2008, “Escombro”, de Jesús Gázquez, rompe un silencio de una década desde que el poeta cordobés editase, en 1999, “Asombro”. En esta ocasión, el sustrato temático del volumen viene barnizado por la indagación en torno a la conciencia colectiva, de la que se sirve el propio autor para rendir cuentas consigo mismo. A través de un discurso que roza lo sorpresivo, lo inmediato, y que en ocasiones parece asomarse al balcón del creacionismo (“La muerte es un avión aterrizando en un lavabo”), se adivina también la naturaleza dialéctica y sentenciosa que emerge de unos versos cargados de meditativa condición: “A donde va uno/ cuando no es de ningún sitio/ todas las pistas son falsas/ si persigo lo que no existe/ Es mío el tiempo/ el mundo es de mis pies/ Qué dura la vida/ pienso que acabaremos juntos”. Libro que, a su vez, no deja de lado un halo de nostalgia, de límpida esperanza: “Apenas hay tiempo de buscar entre el escombro/ algo de valor”.
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