En 1932, Rafael Alberti editaba “Bosque sin horas”, una antología de poemas de Jules Supervielle. Aquella compilación de 135 páginas, publicada en Montevideo (Feria del Libro. Palacio Salvo), suponía la primera antología al castellano del poeta franco-uruguayo (Montevideo, 1884 - París, 1960). Contaba con versiones de Pedro Salinas, Jorge Guillén, Mariano Brull, Manuel Altolaguirre, Luisa Luisi, Emilio Oribe y Carlos y abría una importante vía de conocimiento del quehacer de un escritor multiforme y polifacético.
Jules Supervielle quedó huérfano a los ocho meses de vida, poco después de que sus padres se trasladaran a Francia. Bien el cólera o bien el veneno que contenía el agua de un grifo, fueron los causantes del fallecimiento de ambos. Sus tíos se hicieron cargo del pequeño y lo llevaron de vuelta a Montevideo. De ahí en adelante, las idas y venidas de Uruguay a Francia fueron habituales y convirtieron su vida en una dualidad de culturas, de lenguas y de patrias.
La reciente edición de “El forzado inocente” (Pre -Textos. Valencia, 2014), devuelve a la actualidad la figura de este singular autor. Publicado originariamente en 1930, el volumen consta de diez apartados y su título procede de unos versos de Verlaine: “Si camino me imagino/ que, forzado inocente,/ voy arrastrando grilletes/ ¡pero a ti que más te da!”. A su pulcra traducción, José Ramo añade una esclarecedora introducción en la que detalla claves humanas y literarias: “Supervielle es el poeta de la imagen, la recibe, y vuelve a ella, profundiza, crea otras nuevas y las ordena, es decir, pasa de la inspiración a la escritura”; y añade:“El forzado inocente nos lleva a un mundo carcelario, al extrañamiento del yo sobre el que pesa una oscura culpabilidad”.
Precisamente, ese clima de opresión y angustia, se deja notar desde el poema que sirve de pórtico, “El forzado”, en el que Jules Supervielle escribe: “Yo soy un prisionero/ que desconoce el campo,/ nos son mías mis manos/ ni mi frente es la mía (…) Es la frente sin rostro, alejada del tiempo./ Apresados los brazos, nuestras tristes rodillas”.
Las diez partes -dicho queda- que componen el conjunto, rozan en mayor o menor medida el tema de la muerte y conjugan lo enigmático con lo realista, lo misterioso con lo celebratorio, lo sorpresivo con lo eterno. Con un verso, en ocasiones directo, y, en otras, pleno de simbología, el Supervielle va modulando su conciencia lírica a la par que revela al lector su inquietante vitalismo, su cromático amor: “Tú le das a mi cielo un amable color/ y renuevas mis bosques y renuevas mis ríos (…) No quiero saber nada, sabiendo que te veo,/ que eres tú ese contorno de mujer y sorpresa,/ verdadero tu rostro, de buena ley tus ojos,/ tú, dispuesta a escaparte y no obstante concreta”.
Su condición de huérfano, su nómada vitalidad, la certidumbre de saberse nacido para el mundo de las letras, su permanente exilio interior…, son temas que afloran también en estas páginas llenas de desolación y de esperanza, de tristuras y de anhelos.
Páginas, al cabo, escritas por un poeta fiel a sus principios. Y a sus ensueños: “Cuando me acerco al espejo/ no encuentro nada de mí”.
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