Patio de monipodio

Fachadismo

San Telmo es una de las más claras y dolorosas muestras de este afán por imponer la “impronta” propia sobre la obra creada por un arquitecto anterior...

Mucha gente es dada a imponer su impronta en el trabajo de otros. Los pretextos, múltiples: mejorar, perfeccionar, “hacerlo más comercial”… (lógicamente no van a decir que es para destrozarlo). Muchos profesionales se hacen críticos de sus compañeros, lo que ni es bueno ni malo, la crítica es necesaria, e irrenunciable el derecho a opinar civilizadamente. Sin embargo pocas profesiones hay tan prestas, en conjunto, a corregir a sus compañeros, como la arquitectura. Sin errores ni interpretaciones torcidas: desacuerdos y acuerdos en todas los hay, pero a ningún escritor se le ocurre modificar la obra de Cervantes, Lorca o Fernán Caballero, ni a ningún pintor la de Velázquez, Herrera o Murillo. La arquitectura gana con ventaja por la generalizada afición a corregir, añadir, cambiar en definitiva, la obra de otros arquitectos anteriores. Sobre todo, si se trata de una obra artístico-monumental. Entonces, la afición se convierte en pasión.

Un punto en común frecuente entre arquitectos, es la oposición al fachadismo. Pero muchos no por la estructura perdida, sino contra la propia conservación de la fachada; desean el derribo total, para contar con más espacio, para incluir mayor número de plantas. Difieren de una mayoría con todo el derecho a defender su posición estética, artística y documental, quienes desearíamos la restauración integral de los edificios, en vez de limitar la ciudad a decorado de cine. Si no queda otro remedio, en seguimiento mínimo de la permisiva ley de Patrimonio, mantienen la fachada muy a su pesar. Cuando se ven obligados a efectuar una restauración, muy pocos son respetuosos con el estilo, la filosofía del autor original del edificio. San Telmo es una de las más claras y dolorosas muestras de este afán por imponer la “impronta” propia sobre la obra creada por un arquitecto anterior, añadiendo paredes lisas, de pladur, escayola o metacrilato, propias de quien ha olvidado el uso del compás y se fuerza en considerar “genial” su escasa creatividad, al cambiar imaginación por ramplonería.

Los partidarios de modificar la ciudad para dejarla en pobre imitación de Chicago, Hong Kong ó Los Ángeles, argumentan la diversidad de estilos existentes. Así, ignoran que esos estilos aportan riqueza porque no se contradicen, no rompen la estética creada durante siglos, no son pellizcos al aire, como los balcones frente a San Roque (espina de pescado, lo llamó Romero Murube), los hongos de la Encarnación o esos “acabados” rectilíneos tan simples, tan pobres de diseño como de construcción. Cambiando lo habitual por pretenciosa “modernidad” no se respetan la historia, la estética ni el esfuerzo de miles de personas que, durante siglos, han dado forma a una ciudad. Una ciudad capaz de producir admiración en el mundo, no debe ir viendo su caserío sustituido por construcciones cuadriculadas, cajas de zapatos con ventanas, corriente mayoritaria de la arquitectura actual, en torcida interpretación de la “Bauhaus”. La ciudad pierde su empaque, su belleza, y deja de tener interés para indígenas y forasteros. Incluso quienes ahora claman por un trasnochado –por falso- “modernismo”, terminarían hastiados de la ramplonería que defienden.

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