La Constitución española contempla la abdicación, esto es, el acto según el cual el Rey renuncia a la jefatura del Estado y es inmediatamente sustituido por su legítimo heredero o heredera. La abdicación está expresamente prevista en la Constitución (art. 57.5), si bien la misma Constitución remite a una ley orgánica la regulación pormenorizada del procedimiento de renuncia.
El problema es que a día de hoy tal ley orgánica no existe; transcurridos más de treinta y cinco años de vigencia constitucional, las Cortes no han aprobado la ley orgánica que debería aclarar cómo se produce la abdicación. Existe, pues, un vacío, una laguna constitucional, en torno a la institución de la abdicación.
Ahora bien, que esa laguna exista no significa que no se pueda colmar o integrar. En última instancia, toda laguna constitucional puede ser colmada aplicando los principios generales de la Constitución, los valores en los que asienta nuestra Ley Fundamental y, por así decir, sintetiza nuestro Estado social y democrático de Derecho en general y nuestra Monarquía parlamentaria en particular.
En primer lugar, está claro que la abdicación es un acto personalísimo y libre que incumbe únicamente al Rey. Otra cosa es que, como parece lógico, el Rey haya consultado con el heredero y con el Gobierno la necesidad y oportunidad de la abdicación. El procedimiento de abdicación ha de iniciarse, en cualquier caso, con una carta oficial, exenta de especiales formalidades, en las que el Rey manifiesta al presidente del Gobierno su voluntad de renunciar a la Corona.
A renglón seguido, el Gobierno debe aprobar y remitir a las Cortes un proyecto de ley orgánica de abdicación. El proyecto de ley irá acompañado de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para que las Cortes se pronuncien sobre la renuncia. Entiendo que el Gobierno optará por un proyecto de ley sencillo, con un artículo primero en el que se acepte la abdicación y un artículo segundo en el que se diga que la abdicación surtirá efectos desde el mismo día de la publicación en el BOE de la ley.
Eventualmente, podría incluirse alguna aclaración en relación al estatus jurídico del hasta entonces Rey y de la hasta entonces Reina consorte. Obviamente, el contenido del proyecto de ley ha de respetar el orden de sucesión a la Corona que establece la Constitución (art. 57.1). La abdicación implica la cesión de la jefatura del Estado a favor del Príncipe de Asturias.
Finalmente, la aprobación de la ley orgánica de abdicación exigirá la mayoría absoluta del Congreso y la mayoría simple del Senado (art. 81.2 CE). En teoría, las Cortes podrían modificar las condiciones de la abdicación o incluso rechazarla, pero a nadie se le oculta que se limitarán a dar su conformidad en una votación final sobre el conjunto del proyecto.
No hay vacío institucional, sino sustitución. Como quiera que sea, la principal incógnita que plantea la abdicación es la de saber si obedece a razones coyunturales o representa el pistoletazo de salida de una reforma constitucional más o menos profunda. El tiempo dirá.
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