Definitivamente estamos asistiendo al nacimiento espontáneo de una generación cuya mejor seña de identidad es la inmensa habilidad que posee manejando los dedos. Yo creo que, si algo define a los niños que nos están tomando poco a poco el relevo, es la destreza que muestran con esas extremidades de las manos que todos llamamos dedos, aunque algunos dicen que son dátiles. Hasta ahora pensábamos que teníamos los dedos casi de adorno y desde luego para comer.
En este manicomio los utilizamos para multitud de cosas, desde sacarnos las cerillas de las orejas hasta moverlos ágilmente para rebañar los platos cuando son de nuestro gusto. Sabemos que el pulgar sirve para apretar las tachuelas, para hacer autostop y para levantarlo en señal de que todo va bien; que el índice sirve para señalar, aunque dice un proverbio inglés que “cuando apuntas con el dedo, recuerda que tres dedos te señalan a ti”; que el dedo corazón vale para decirle al vecino que nones y para otras cosas más placenteras; que el anular se emplea para llevar el anillo y que el meñique es el más pequeño de la reunión, el que se encontró un huevo para que al final se lo comiera el gordo.
También conocemos que levantando el índice y el meñique y bajando los demás ofendemos gravemente al prójimo haciendo alusión a los adornos que nadie desea llevar en la cabeza. En fin, que la humanidad iba tirando y defendiéndose con esos diez pedacitos de carne revoltosos y pendencieros. Lo que no sabíamos era que los dedos sirven además para otras cosas más sofisticadas. Hace pocos años nadie hubiera podido imaginar que los dedos iban a llegar a ser pieza fundamental de la posteridad, que por cierto ya es hoy, porque el tiempo vuela que es una barbaridad. Y para muestra un botón.
Mi nieta (de 4 años) me pidió el otro día el móvil y yo se lo presté para reírle la gracia de ver cómo lo abría y lo cerraba, método que se emplea para que los bebés se distraigan y coman la papilla de una vez. De pronto me pregunta a bocajarro si yo tenía una aplicación de cuyo nombre inglés no puedo acordarme aunque quisiera. Recuerdo que yo era aplicado en el colegio, pero de ahí a dominar esas aplicaciones que dice mi nieta va todo un abismo.
Le di el móvil picado por la curiosidad de conocer cómo se aplicaba en eso de la aplicación. La estuve observando. Cogió el móvil entre sus pequeñas manitas y se puso a teclear con una velocidad endiablada con los dos deditos pulgares. Luego, cuando al parecer tenía localizada la maldita aplicación que buscaba, mientras agarraba el móvil con la manita izquierda, comenzó a manejar el dedito índice de la mano derecha con una rapidez que ya la quisiera Messi en estos tiempos que corren de sequía culé. Increíble.
Me acuerdo de cuando había que ir a las academias de mecanografía a aprender a escribir a máquina. Ahora no hay que ir a ningún sitio. Parece que desde que la madre echa al mundo a una criatura, ya sale sabiendo lo que haya que saber. Es verdad que cometen faltas de ortografía, pero el que esté libre de pecado que tire la primera palabra. Después me dijo que tenía que poner al día el móvil. ¡Si ya me cuesta ponerme al día yo mismo, cómo voy a poner al día el móvil! Allí me dejó con la boca abierta y sin saber qué decirle.
Hay que reconocer, aunque nos duela, que los niños son verdaderos artistas desplegando y manejando sus propios dedos. No sabrán tocar un piano; no sabrán dar una mano al prójimo con ese apretón cálido y cercano; no sabrán pasar las hojas de un libro como acariciándolas…, pero no veas cómo manejan con sus deditos los móviles y todo lo que se ponga por delante con su pantalla electrónica. Una cosa he sacado en consecuencia: o pongo al día mis diez deditos o me quedo para pieza de museo.
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