Hoy, seguramente con la reciente llegada de la primavera, mi memoria ha hecho resucitar viejos y entrañables recuerdos de la infancia que me tocó vivir. Corría el año 1953 y se extendió por el barrio de la Plaza la noticia de que habían llegado unos nuevos vecinos y que además se habían venido a vivir a la planta de arriba de mi casa. El techo de la habitación donde dormíamos algunos de mis hermanos era una gruesa cristalera y podíamos ver, aunque borrosamente, los pasos, no solamente de los nuevos vecinos, sino también los de la señora muy mayor, dueña de la casa, que vivía con ellos. Era un matrimonio joven. Recuerdo que ella, Pili, era muy guapa y él un muchachote robusto que respondía al nombre de Ángel Ruiz Sola, aunque le decíamos Ruiz a secas. Eran maños y no tenían hijos. Por lo visto él era jugador de fútbol, portero más concretamente. El San Fernando se lo había traído desde el Zaragoza y se comentaba que el equipo que se estaba formando aquella temporada era bastante bueno.
El matrimonio llegó a hacer buenas migas con mis padres y durante el tiempo que estuvieron aquí trabaron una buena amistad. A Ángel le hacían mucha gracia las ocurrencias de mis padres y de mi abuela, Rosario la de la Loza. Hasta tal punto llegaron a congeniar que un día Pili le comentó a mi madre las muchas incomodidades que estaba sufriendo en su casa y lo poco a gusto que se encontraban con la señora de arriba, a la que los niños le llamábamos la Cocona. Vista la situación, mis padres les ofrecieron un pequeño cuarto que tenían casi inutilizado y al que se subía por una escalera de madera debajo de la cual siempre había un montón de platos y tiestos. Ángel, que era un manitas, le tomó a mi padre la palabra y lo dejó perfectamente habitable. Se vinieron a vivir con nosotros, aunque manteniendo su independencia. Incluso en agradecimiento le hizo a mi padre a lo largo de toda la pared de la planta de abajo una enorme estantería de tubos metálicos. Aún tengo en mi cabeza el olor de la pintura plateada con que los pintó. Y una cortina corredera para que no tuviéramos que ver los pasos de la Cocona.
El San Fernando iba a mejor y estaba cuajando una temporada excepcional. Ángel lo paraba todo. Le llamaban “El Tenazas”, porque cuando cogía el balón era como si lo hiciera con unas tenazas en lugar de con las manos. Yo notaba en mi casa una cosa especial los domingos que jugábamos en casa. Y digo jugábamos, porque ya era como una atracción invisible la que nos arrastraba a todos desde el barrio hasta el Marqués de Varela. Fueron las cosas tan bien, que el San Fernando dio la sorpresa y ascendió por primera vez a Segunda División. Era la temporada 1953-1954. La alegría del ascenso duró mucho tiempo, pero para mi familia fue corta, porque Ángel y Pili se marcharon del San Fernando, aunque gustosamente se hubieran quedado a vivir aquí más tiempo, y se fueron a Madrid.
Después nos enteramos de que habían tenido hijos, más tarde de que Pili había muerto…También murieron mis padres, mi abuela y mi hermano mayor, por lo que yo me quedé como el único cabo suelto que nos unía y nos une con Ángel. Él viene algunos veranos a pasar unos días con otra familia que también conoció en La Isla en sus tiempos de portero. Y, aunque acaba de cumplir los 89 añitos, como buen maño, es jovial, lúcido y alegre. Además se acuerda de mi familia como si los años no hubieran hecho daño en su memoria. Ayer mismo me tomé unas copas con él y me contó anécdotas y cosas que yo desconocía de aquellos tiempos a través de una conversación agradable.
Y ha venido ahora a La Isla, porque este domingo es un día muy especial para él y para nosotros. Hace sesenta años que el San Fernando subió a segunda división. Se va a recordar este hecho a través de Ángel Ruiz Sola, uno de los supervivientes de aquella época del primer ascenso. Ángel cumplió el pasado uno de abril los ochenta y nueve. Juega el San Fernando con el Granada y Ángel hará el saque de honor. Le traerá suerte y yo se la deseo también a él.
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