Ahora nos han apuntado a todos los locos a unas clases intensivas de inglés. No sé por qué, pero al director de este manicomio le ha entrado unas prisas horrorosas. Hay que saber inglés por fuerza. A mí me parece muy bien, porque cada vez que salimos al extranjero (aunque el personal cañaílla sale muy poquito), hacemos el ridículo de una forma espantosa. Esto no es nuevo, viene de muy atrás. De jovencitos, nos enseñaron el inglés y el francés de aquella manera; nos pusieron a rellenar cuadernos con traducciones literales, nos metieron análisis de oraciones por activa y por pasiva, y por si fuera poco, nos calentaron la cabeza con la idea de que todo lo que venía de fuera era perverso y que lo español era lo único bueno que en el mundo existía. Viva España. Pero lo que es hablar, nada de nada.
Lo que es mantener una conversación en inglés o en francés, nada de nada. Y por supuesto te podías olvidar de escuchar a un nativo, porque el nativo nos miraba con desconfianza absoluta y decía para sus adentros: como yo tengo más poderío, no pienso aprender el idioma de estos pringaos. Nuestro sistema de aprendizaje era algo así como lo que se hacía con el latín, es decir, a golpe de diccionario.
Nunca aprenderemos. ¿Acaso los bebés comienzan escribiendo, redactando o analizando frases? No. Se inician en el idioma escuchando y hablando, y a los cuatro o cinco años se van atreviendo con “mi mamá me mima”. Afortunadamente las cosas están cambiando de un tiempo a esta parte. Ya los chavales hablan en inglés en sus clases, la juventud está más preparada y el mundo se está comunicando cada vez más, aunque sea con más guasa. Cuando llega un extranjero a esta tierra y tiene la osadía de preguntar por una calle, nuestra reacción ha sido automática. Primero le señalamos con la mano la dirección apropiada, pero a la vista de que no se entera bien, alzamos la voz. Si el guiri sigue sin enterarse, entonces es cuando entra en acción el puro chillido, como si el volumen de voz tuviera algo que ver con la comprensión del idioma. Y lo sorprendente es que el extranjero termina enterándose.
Esto ha provocado que veamos el aprendizaje de un idioma como algo innecesario, teniendo estas gargantas tan viriles. Pues bien. Hemos hecho y seguimos haciendo el ridículo. Nuestros presidentes de gobierno, que deberían ser espejo y ejemplo de preparación, no hablan inglés ni de broma. Bueno, de broma si. Sirva de ejemplo Dª Ana Botella. Sin comentario. Zapatero no enlazaba dos palabras seguidas a no ser que fueran “good morning” y con mucha dificultad. Aznar, si no hubiera sido por su amistad con Bush (dime con quién andas y te diré quién eres), hubiera hablado el inglés como hablaba el catalán, es decir, en la pura intimidad. El último ejemplo lo tenemos en Rajoy. No lo saques del gallego. Sin embargo, no vayan a engañarse; hay que hacer una simple advertencia. Lo que nos falta de sabiduría, nos sobra de atrevimiento. Cuando nos plantan delante de un guiri, somos capaces de cualquier cosa.
Todo esto que estoy comentando ha venido a propósito de la visita de D. Mariano al Japón. No se lo van a creer, pero, con tal de que ese país invierta en España, ha hablado en japonés. ¡Quién se lo hubiera dicho hace cuatro días! Ya saben que el japonés no hay quien lo hable ni quien lo entienda, y menos quien lo escriba. Pues nada, a por ellos. Nuestro Presidente además se envalentonó al ver las caras que le ponían los ejecutivos nipones. Nadie le advirtió de que por naturaleza tienen la cara así y que sus ojos aparentan admiración, pero en realidad en ese momento transparentaban vergüenza ajena. En todo caso, parece que D. Mariano se ha animado después de la gira por el extremo Oriente y se le ve continuamente en las tiendas de chinos para que, cuando viaje a ese enorme país, nos pueda dar la sorpresa. No tenemos remedio.
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