Escritor versátil y prolífico, Ángel Antonio Herrera (1965) alterna su labor periodística -más de veinticinco años de devota entrega- con la literaria.
Autor de una novela, “Cuando fui Claudia”, de un ensayo, “El falo”, de una biografía, “Francisco Umbral”, y de un diccionario de famosos, “Esto no es Hollywood”, ha sido, sin embargo, la poesía el género que ha cultivado con mayor dedicación.
Desde que en 1987 viera la luz “El demonio de la analogía”, su obra ha ido sumando títulos: “En palacios de la culpa”, “Te debo el olvido” y “Donde las diablas bailan boleros”. Volúmenes que, además, han sido ya recogidos en dos antologías: “El sur del solitario” y “Arte de lejanías”.
Ahora, con “Los motivos del salvaje” (Calambur. Madrid, 2012), renueva su crédito poético y su verbo se afina y se ovilla al par de un vértigo vital y solidario.
Llevado por un flujo torrencial, pero riguroso, su verbo se crece de daño y de dicha, y escribe con igual fortuna su arriesgada existencia y su huérfano epitafio.
Porque el vate albaceteño es consciente de que la poesía es para él realidad y enajenación, fervor y desconsuelo, y por ello, se ampara en el afán de cobijarse en su más íntima conciencia: “Lo nombramos placer, pero es combate/ del ala de aliarse contra la ceniza y sus usuras,/ dulce contienda del cuerpo que se crece en río,/ que se abre en vino rebelde,/ que en canoa de caricia se celebra,/ y en ciego ciclón de sedas por el que eres tú/ más pureza, y más espada yo, y más vida la vida”.
Pero la certeza de saberse finito, de trazar lo cotidiano junto al fantasma del definitivo adiós, hace que su verso se torne en incesante cántico que incide en la humana mortalidad: “No habrá sido más que luto el tránsito,/ y poco más que pavesa habrá sido el presentirnos/ perpetuos bajo romances negros y agostos blancos”. Como antídoto, como mirífico sustento contra el desconsuelo, Ángel Antonio Herrera desnuda el corazón y exalta sus deseos, aprehende sus deshielos y no permite que en el tintero quede ningún beso que pueda convertir en hazaña el gozo de sentir: “Nombrado va mi amor con las etnias del trueno,/ pero no hay menos verdad si lo digo en el ascua,/ si soy el bronce al decirlo, si soy la brisa”.
Hay a lo largo del poemario una emotiva intensidad, una tensa batalla lingüística, una necesaria comunión entre el riesgo y la disciplina, que va creciendo hasta desembocar en un múltiple juego de contrarios y orfandades. Y son esos instantes, en los que su poesía se hace fulgurante, definitiva: “Voy matando las noches que le sobran al invierno,/ voy soñando las anchuras que le faltan al espanto./ Estoy viejo de nacer joven a un mismo día./ Enfermo estoy de curarme de vivir sin peligro./ La paz que sufro requiere una lucha/ cuyo sitio no encuentro”.
Poesía esencial, al cabo, escrita desde la extrema sencillez que reclama el alma, desde la profunda complejidad que otorga la existencia. Y que se orilla en la memoria, en el ayer más feliz, para encontrar su tiempo y su espacio. Tan necesarios. Tan inolvidables: “Si digo dicha digo también infancia./ Y digo que fue palafrén de la primavera/ aquel con el que yo andara los calendarios,/ cuando mi juventud tenía extranjería de estrellas,/ y la vida prosperaba sin la disciplina del olvido”.
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