o sé si fue un día más gris o nostálgico o una musa desorientada, quien me llevó a escribir un poema cuyo valor poético no era su finalidad. Huyo del ripio, pero aún huyo más o estoy totalmente separado de todo aquel que no tiene hueco en su vida para la poesía. Hoy entresaco de aquella composición estos seis versos: La muerte es cosa ordinaria/no le añadamos tragedia/es siempre puente de unión/entre dos vidas, una cierta/ y otra que imaginamos/con gran optimismo eterna. Si después del desconcierto que engendra la duda sobre nuestro futuro tras perder la existencia, es cierta la eternidad, hoy me viene a la memoria los felices que serán en sus nuevos aposentos aquellos sabios de la antigua Grecia, al ver como a diario, con la exactitud de una sístole cardiaca, recordamos sus enseñanzas, sus palabras y sus obras.
Nos estamos acostumbrando a darle más valor, al adorno que al objeto que envuelve, al marco más qué al cuadro, a la vaina más que a la espada que recubre, al cargo que ocupa una persona más que a su valía personal. Que los vasallos aplaudan al señor, no es señal de ningún sentimiento o reconocimiento. Basta con destituirlos y ver cómo cambian en sus consideraciones. Desnudos, con la epidermis como único e igual vestido para todos, es cuando el cerebro dice quiénes somos y las decepciones, sin hábito, túnica, bastón de mando, pértiga o vara larga, nos llevan a deducciones en las que nos damos cuenta que antes de admirar es preciso saber si la persona admirada es digna de respeto, que la ceguera de “nuestra sustancia gris” es propia del miope que desprecia las lentes y que el actor cumple muy bien con su representación como emperador, pero sabe que fuera del escenario si quisiera persistir como tal personaje, desafinaría más que un arpa en las manos de un gibón.
La variedad de regalos que en este mundo se realizan es tanta como el número de individuos existentes, pero ninguna dádiva podrá alcanzar el valor del obsequio que nos ofrecieron cuando se nos donó “la palabra”. Pronto supo hacer el ser humano de la palabra un arte y el “arte de conversar” o exponer, es lo que define una buena dialéctica. El hablar con eficacia es propio de la oratoria y el arte de persuadir, transmitir, comunicar, convencer o vencer con verdaderos argumentos, nos lleva a la “retórica”. Según la tradición y opinión de los sabios griegos, fue Empédocles de Agrigento el padre de la retórica, año 476 A.C. Con estas artes debía de ser de seda el lienzo de la convivencia humana. Pero la verdad tiene su parte débil, no es unívoca y el “conocimiento” sus deficiencias al no ser absoluto y, además, tener como demoníaco reptil tentador a la ignorancia casi siempre invencible en manos del empecinamiento. Ante estos argumentos Platón en su obra “Gorgias” se revela y habla de la retórica en estos términos: “Es una forma de práctica pedagógica inútil e inmoral especialmente nociva en el ámbito de la política donde adquiere la forma demagógica que las masas adulan, su descrédito no se debe a la utilización, sino al mal uso de la palabra”.
Corren aires de desolación e infortunio en un porcentaje muy elevado de la población, ante el lenguaje que se deja oír en parlamentos, mítines o debates en medios de comunicación. El insulto y las malas artes retóricas son rascacielos que miran con inusitada vanidad a los bajos edificios, estrechamente adosados y sin posibilidad de expansión vertical u horizontal. El poderoso monetaria o socialmente por su cargo, sigue en su narcisismo, dando razones estériles que consiguen persuadir a los que de él dependen o reciben sus migajas y hace recordar la frase de “no le des pescado al hambriento, enséñalo a pescar”. Nunca examinarán sus conciencias, porque es más difícil conocerse a sí mismo que hablar mal de los demás, que es lo auténticamente fácil, y no hay ínsula donde esto no sea la norma. No es tan rara la tiranía, es más, su frecuencia aumenta casi diariamente y de nuevo nos tropezamos con Gorgias y Platón que nos dice que “el tirano es aquel que en una ciudad hace cuanto le place”, lo que le lleva a no respetar las leyes fundamentales, solamente las que él promulga, las otras -permítanme la expresión- se la pasan por el espacio que existe entre los dos triángulos de Scarpa. Hiere menos lo que hace, que la forma en que lo hace. Democracia y dictadura caminan por senderos donde es fácil el cruce o encuentro de caminos
Pero estamos en el caluroso mes de julio y en la “salada ínsula”, en la isla, los días son de jolgorio, feria y una devoción no falta de simulación en algunos casos. Hay felicidad porque hay más goce que posesión. El estrés y cansancio laboral, unido a las múltiples circunstancias y dificultades de la vida diaria, bien merecen el ansiado ocio festivo. Quien no tiene sed, nunca gozará bebiendo. El narcisista busca razones para amar, la mujer y el hombre humilde, se enamoran.
El azul del cielo esta mañana es escandaloso, porque es un alboroto agradable y esperanzador el empezar a creer que los humanos tenemos derecho a una longevidad enormemente mayor que la actual, entre 1.000 y 20.000 años, con tal de que vayamos avanzando progresivamente y sin descanso en las técnicas de reparación y reprogramación del ADN y lo dice Joao Pedro de Magalhäes, catedrático de Biogerontología molecular de la Universidad de Birmingham (Reino Unido). Y se indica que ya podría haber nacido el que acerque su edad al milenio. Pero al final, como siempre, la muerte y la incertidumbre de la continuidad.
Lo que sí me ha alegrado es el saber que la Posidonia Oceánica, especie amenazada y endémica en el Mediterráneo, una planta acuática de tallo horizontal y subterráneo (rizoma) de largas hoja (hasta un metro) es la más longeva de la historia pudiendo alcanzar decenas de miles de años. La “Esponja de vidrio” con forma de copa puede ser a su vez “la criatura” de mayor edad rondando los 1.500 años. Cuanto siento qué a estas dos formas de vida tan longeva no se le haya dado la dádiva descrita en párrafo previo, “la palabra” o al menos entender su forma de expresión, para poder oir “de su boca” desconocedora del engaño, la verdadera historia de este planeta, con dialéctica sencilla, sin retórica demagógica, ni imposición tiránica, olvidando aplausos y sonrisas pusilánimes y observando cómo no le pesan los años, porque curiosamente la vida pesa más, no por los años, sino por lo vacía que pueda ser su existencia. El disfraz es para carnaval, no lo llevemos a los más altos estamentos, haciéndonos creer que es la indumentaria a usar diariamente.
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