“Si te excitas jugando al Scrabble, es que es amor”, dijo Elizabeth Taylor cuando comenzó sus primeros escarceos con Burton. Y el tiempo le dio la razón. Desde aquel momento, durante el rodaje de Cleopatra, en 1961, sus vidas estaban condenadas a confluir en una obscena tendencia al exceso, una desenfrenada entrega al imperativo pasional y un seguimiento mediático de la intimidad sin precedentes.
Cuando en 1975 viajaron a Tel Aviv, coincidieron con Henry Kissinger en el Hotel Rey David. Kissinger, entonces secreatrio de Estado de EEUU, “se brindó a cederles su destacamento de seguridad (70 marines y casi mil soldados israelíes)”, recoge este libro, editado por Lumen.
“Ellos declinaron el ofrecimiento, pero los Kissinger quedaron tan impresionados que el secretario de Estado organizó una fiesta para la pareja”, prosigue.
“Yo solo soy una tía, pero Richard es un gran actor”, diría ella de él, afirmación que sonaría retrógrada si no fuera contestada por Burton con igual sumisión. “Un actor es menos que un hombre, pero una actriz es más que una mujer”.
¿Qué tenían de nuevo Elizabeth Taylor y Richard Burton que sobrecogió al mundo? “Los Burton -escriben Kashner y Schoenberger- lograron conquistar el cariño del público norteamericano a base de talento, trabajo, descaro y glamour”. Y eran como animales.
Cuando el entonces marido de Taylor, Eddie Fisher, llamó a su casa en Roma y le cogió el teléfono Burton, también casado, le inquirió: “¿Qué haces en mi casa?”. El actor galés respondió: “¿Tú qué crees? Follarme a tu mujer”.
Tenían una pasión animal y, no en vano, cuando se casaron por segunda vez en Botswana en 1975 (la primera fue en 1964), Elizabeth dijo: “Es donde me gustaría repetir el enlace: en la sabana, con los nuestros”. En plena
ceremonia, recordaría Taylor, salieron dos hipopótamos del río Chobe.
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