“El flamenco no se aprende en una academia, se canta con faltas de ortografía”, sintetiza el “gitano de vieja escuela” Alonso Núñez Núñez, Rancapino, en el libro que el crítico Alfredo Grimaldos acaba de editar sobre un arte que, asegura el autor en una entrevista con Efe, “ha ganado en dignidad” pero está en peligro de extinción.
En Historia social del flamenco (Península), Grimaldos da una perspectiva distinta del género, conectando a los artistas con su propio pasado, explicando de dónde vienen y cómo ha sido su evolución y “abriéndoles los ojos a los jóvenes, porque muchos confunden jondura con pachanga”.
El autor (Madrid, 1956) explica que el flamenco es un arte de transmisión oral, preservado en el seno de grandes dinastías gitanas de la Baja Andalucía, como la de la tía Anica La Pirriñaca, que protagoniza la portada.
Una forma de vida, “muy dura”, que ha ido cambiando con los años y ha pasado del trabajo en el campo y las noches en vela cantando para “los señoritos” en las ventas, a los tablaos y los festivales veraniegos, primero, y a los grandes teatros, después.
Los profesionales del arte jondo, dice, gozan hoy de mayor consideración social que nunca, pero en el camino también se han perdido muchas cosas y ahora hay, claramente, dos tendencias: la de los puristas, que creen que está en serio peligro, y la de los aperturistas, que mantienen que vive su mejor momento.
El “Robert Redford de África”, como una vez describió Chano Lobato a Rancapino (Chiclana de la Frontera, Cádiz, 1945), que tiene la voz rota “de haber andado tanto tiempo descalzo”, asegura en el libro que “los artistas viven ahora mucho mejor pero el flamenco, no”.
“El flamenco está a punto de extinguirse. Antes había artistas y ahora solo profesionales”, agrega Manuel Morao, patriarca de los tocaores jerezanos, pero al cantaor Enrique Morente le parece, sin embargo, que esta música ha estado modificándose desde sus orígenes.
Lo cierto es que entre 1960 y 1980, la “época dorada” del flamenco, Camarón, Paco de Lucía, Sordera, Los Habichuela, La Paquera, El Güito o Bambino se reunían todos los días después de actuar en sus respectivos “trabajos” para hacer su propia fiesta, el semillero de inspiración donde aprendían “lo de los demás”.
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