Las movilizaciones espontáneas (o no) registradas esta semana contra la amnistía y los pactos de Pedro Sánchez con las formaciones independentistas para garantizar su investidura como presidente del Gobierno son contraproducentes si copan el protagonismo jóvenes como el que llora ante la cámara del móvil lamentándose de la actuación policial para disolver la concentración por “puto defender España” o señoras con carteles que tachan de dictador al líder socialista. Lamentables sucesos como el registrado en Sanlúcar, donde el ex alcalde Víctor Mora fue agredido, o la disposición a derramar sangre en defensa de la unidad nacional por parte de una asociación de guardias civiles tampoco ayudan. Los argumentos sentimentales no calan en la opinión pública.
El PP, que sale a la calle, habla, de hecho, de la ruptura de España a la que condena el socialismo, pero, sobre todo, de los riesgos de ceder al nacionalismo competencias sin límites y quebrar los principios constitucionales de igualdad y solidaridad, así como la corrupción de la división de poderes. Los esfuerzos del partido de Alberto Núñez Feijóo son, del mismo modo, vanos. Ni el espíritu de la Transición ni el respeto a la Carta Magna están vigentes hoy más allá de en los círculos de las élites intelectuales, profesionales y económicas. Más de 40 años después de la impensable reconciliación de las dos Españas ideológicas, hoy los españoles viven ajenos a la importancia de los grandes pactos de entonces.
Nadie, absolutamente nadie, reflexiona sobre el coste, el montón de personas implicadas, la cantidad de infraestructura precisa, para que, cuando lleguemos a casa y accionemos el interruptor se encienda la bombilla del salón. Nadie en España reflexiona sobre el andamiaje normativo y legal que soporta el Estado de Bienestar, la importancia del Estado de las Autonomías, la conquista de derechos en todos los ámbitos, desde el laboral al privado. Todo ello, fruto de aquellos tiempos en los que las incipientes formaciones, recién legalizadas todas, antepusieron el interés general al de sus siglas. Pedro Sánchez va a ser presidente.
Cumplirá (o no) con sus compromisos con los independentistas. Regiones como Andalucía volverán a pagar la factura con recortes millonarios en las transferencias del Estado y se agravarán las diferencias entre las comunidades del norte y del sur de España. La pelea política se recrudecerá de forma paralela a la batalla judicial con recursos a cada una de las leyes que el Gobierno trate de sacar adelante. Se agravará la frustración ante la impunidad de los políticos indultados pese a contravenir el orden constitucional y malversar, pero no pasará nada, e incluso es probable que no pase nada cuando toque votar, porque los socialistas mantienen la delantera en la guerra del relato.
Lo peor es el desmontaje de la España que conocíamos y que ha procurado cuatro décadas de paz, concordia y prosperidad, sin que haya una defensa férrea, sensata, mayoritaria. Toca aguantar dar pasos atrás. Ojalá cuando toque dar por cerrado este tenebroso capítulo no se imponga el cortoplacismo, el rencor ni el revanchismo.
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