Ángel Antonio Herrera es un rostro conocido en los programas de la telerrosa, donde intenta poner una pausa intelectual y reflexiva en medio del insufrible griterío sobre el famoseo, y también escribe sobre el asunto en periódicos y revistas, en los que deja frases como: “Cuando la Loren era Sofía, el bañador le caía como un pariente diabólico del corsé”. Pero Herrera tiene un ámbito poco conocido, como la habitación propia por la que clamaba Virginia Woolf, que quizás le sirva como refugio de los días: la poesía. Ha publicado seis poemarios que ahora en extraordinaria iniciativa compila la editorial Akal en ‘Los espejos nocturnos’, libro que supone una travesía desde 1984 a 2014 por los poemas de Herrera donde no hay famosos pero sí vida. Y estilo (hay que descartar que la sintaxis sea una facultad del alma, porque de los buenos sentimientos no nace una buena novela y, a veces, tampoco un buen poema).
El secreto para disfrutar de este libro cálido consiste en dejarse llevar a través de las palabras brillantes, locas, imprevisibles o nuevas de AAH como si se navegara por una catarata del idioma. “Aquí se llega a la emoción por el idioma, por combustión de palabras, por alteración semántica, por exceso”, dice Antonio Lucas en el prólogo. Porque ‘Los espejos nocturnos’ significa un buceo por las profundidades del idioma para hallar la expresión exacta, la metáfora, la esdrújula que lo ordene o lo desordene todo, pero no en busca de los restos del Titanic, sino del fantasma de los músicos que no dejaron de tocar durante el naufragio y tal vez estén en el secreto del arte. Con un deslumbrante ejercicio de ocultamiento y mostración. La poesía de Herrera tiene furia y melancolía. El recuerdo de la madre y del padre muertos. “De aquel septiembre cuando se acabó una madre que fue la mía”. O: “Un día mejor, amé en el sur, tuve padre, dije paraíso”. Diego Doncel ha escrito que en estos poemas “está el romántico que sabe que lleva una tragedia dentro”.
Herrera es, sí, un escritor umbraliano, es decir, seguidor de Francisco Umbral, pero más en la prosa que en la poesía. También ha sido umbraliano Juan Manuel de Prada o lo fue el llorado David Gistau. ‘Los espejos nocturnos’ es un encuentro con la música y el ritmo del idioma. “Si no fuera porque ahora mismo sigo cruzando en bicicleta las ocho de la tarde del segundo viernes de mi adolescencia, tú y yo estaríamos besándonos en medio de estos versos”. Ángel Antonio Herrera, decíamos.
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