Soy de la generación que se se desarrolló y formó conviviendo con el horror. Es difícil de explicar a quien no lo haya vivido, pero aquello nos marcó. Mi juventud son, también, recuerdos y referencias temporales de la barbarie etarra. Una de mis sobrinas nació el mismo día que atentaron contra Aznar. El sanguinario comando Madrid, responsable de masacres como la ocurrida en la plaza República Dominicana donde asesinó a doce guardias civiles, fue desarticulado en la capitalina calle Río Ulla, ubicada en el mismo barrio en el que pasé mi infancia y adolescencia y a 500 metros de mi residencia familiar.
Hubo un tiempo en el que la profesión de periodista aportaba más intranquilidad que la propia de ese oficio, que no es poca. Y en esto es mejor no entrar en detalles. Son recuerdos, muchos de ellos vagos, sin fechas, con apenas concreción que se han quedado en la retina como cuando una multitud se echó a la calle durante el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Eran las mañanas del sobresalto, la indignación y la impotencia. Les habla alguien que no ha vivido en Euskadi, que no ha tenido relación directa -salvo la estrictamente profesional- con la política y mucho menos con la antiterrorista y que su máxima vinculación con las Fuerzas Armadas es haber hecho la mili como alférez de la Escala de Complemento o tener un cuñado sargento.
Celebramos 10 años sin ETA y lo hacemos con nuestra peculiar manera, es decir, enfrentándonos los unos con los otros. Lástima que el testimonio de Otegui, un personaje sin credibilidad y autoridad moral alguna, haya ocultado a los verdaderos protagonistas de esta barbarie: víctimas y familiares. Pero no solo ellos, también aquellos y aquellas que se vieron obligados a cambiar de ruta cada mañana o convivir con escoltas durante más de una década. Aquellos que no solo vivían con el miedo a ser asesinados, también a ser delatados por sus vecinos. Sin olvidar a quienes decidieron no ser héroes y abandonaron el País Vasco. Pasó el horror, pero el duelo continúa. La superación del dolor solo será una realidad cuando se produzca un reconocimiento unánime de la sociedad vasca a los asesinados. El mío lo tienen.
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