Veredictos

Julio Ramón Ribeyro: retrato de un fantasma

La reciente publicación de Un hombre flaco (Ediciones Universidad Diego Portales, colección Vidas Ajenas, 2014), retrato del escritor a cargo del periodista Daniel Titinger (Lima, Perú, 1977), logra convencer al lector de la importancia de Ribeyro.

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  • Un hombre flaco -

“No busco nada (…) y todo tipo de reuniones, congresos, no los acepto, no asisto y, a veces, ni me excuso”. El escritor Julio Ramón Ribeyro, nacido en Lima, en 1929, murió en 1994, pero sigue vivo. Siempre será miembro, muy a su pesar (“me automargino, no me atrae en absoluto la fama”), del movimiento literario que tuvo lugar en los años sesenta del pasado siglo, denominado boom, que incluye a Cortázar, García Márquez o Carlos Fuentes, y cuya adhesión no ve en la muerte un obstáculo. 

La reciente publicación de Un hombre flaco (Ediciones Universidad Diego Portales, colección Vidas Ajenas, 2014), retrato del escritor a cargo del periodista Daniel Titinger (Lima, Perú, 1977), logra convencer al lector de la importancia de Ribeyro. Experto en uno de los creadores más huidizos del mundo, el periodista es además un biógrafo consumado. El relato avanza en forma de diagrama de flujos. Las distintas direcciones nos envían de vuelta al principio, como si la vida del biografiado hubiera tenido lugar en el noveno círculo del infierno. A pesar de ello, el resultado no es redundante.

Un hombre flaco consigue retratar a Ribeyro: “Tenía una técnica para fumar y otra para beber. Tenía una técnica para todo. Decía que mediante una técnica había logrado descifrar los misterios de la ruleta, y que se haría millonario jugando en los casinos de Montecarlo”. Las anécdotas se suceden en torno a la infelicidad de la escritura: “Es necesaria siempre una cierta dosis de sufrimiento para poder escribir [sostiene Ribeyro], para poder crear. La felicidad no creo que sea ciertamente un estado muy fructífero”.

Al igual que Ribeyro, quien, habiendo establecido que no tenía nada que decir, pasó a estudiar la forma de decirlo, Titinger se hace eco de la frustración de un mundo incoherente donde nada significa nada, un universo donde pululan “fracasados, alcohólicos, saltimbanquis, locos, despistados originales, parias, en fin, todo el inmenso flujo de la penumbra de la vida que, para el autor, tiene mucho más sentido que la luz cruda de los reflectores”.

El título ya es una pista: el protagonista mengua hasta convertirse en un “fantasma: las luces zigzagueantes atravesando su cuerpo, la noche silenciosa y triste”. La biografía de Titinger es lo más parecido a un acta de defunción. El periodista une las piezas del puzzle, da sentido a los silencios, aporta lo que falta a un mundo que se enfrenta a su propia destrucción: “Era alto y enjuto, me pareció que de ambigua fragilidad”, escribió Vila-Matas en París no se acaba nunca”.

Un hombre flaco es reflejo de lo que la pérdida del lenguaje se parece a una pérdida humana. El vocabulario disminuye a medida que avanza la obra, hasta desaparecer, en señal de luto (“Y no dijo nada más”). El texto se deshace, es memoria de errores deliberados, documento que socava su propia fiabilidad: “su cuerpo – o su falta de cuerpo, más bien – es traslúcido y etéreo, como una hoja de papel de seda”.

“Alida de Riberyro [viuda del autor] estaba junto a su esposo, diciéndole a una enfermera que aún no había muerto: “Todavía está viva la memoria de sus células”. Ribeyro no está vivo, de acuerdo, pero el tiempo que dura su biografía, uno es consciente de que su contribución a la literatura sigue siendo vital. Titinger realiza su labor con energía. Su biografía es una forma de justicia. Su esfuerzo por crear y recrear un mundo que se destruye a sí mismo termina por preservarlo.

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