Hablillas

El Otoño

El otoño no sorprende con su llegada, porque lo hace de una forma tan sutil que no lo percibimos.

Pensará, incondicional y amigo lector, que llegada esta época la hablilla rescata y repite título. Es cierto. Se trata de una estación ideal aunque signifique la vuelta al trabajo, a la rutina. Dejando a un lado los tópicos, en este lugar del sur, pese a todo, la disfrutamos plenamente. Y gozamos sintiendo en la piel la bajada suave y firme de la temperatura, cómo apetecemos el fresco, la humedad que acharola el suelo, las hojas de los árboles y la hierba, encrespando el pelo, alocando los rizos.

El otoño no sorprende con su llegada, porque lo hace de una forma tan sutil que no lo percibimos. Sólo se permite algún que otro susto con el popular cordonazo de San Francisco, con esos chubascos ansiados que a más de uno le habrán dado ganas de recibirlos en carne propia. El otoño llega cuando las voces de los niños se oyen entre las ocho y media y las nueve de la mañana, cuando sus risas se acompañan con el rodaje metálico y monocorde de sus mochilas, cuando la luz madruga porque el anochecer tempranea.

Por eso el otoño no llega en octubre. Para entonces va camino del invierno regalándonos, endulzándonos las sobremesas con castañas, nueces, croquetas de boniato y pan de higo. Por las calles loquea el viento que traerá el frío, silbándole al silencio, haciéndole burla por querer detener el tiempo. Viento que empujará las nubes, densas y distintas que en estos días pasean por el cielo. Son ellas las que hechizan, las que hacen que el otoño sea mágico y tan inmortal como efímero.

Los colores que toman son difíciles de olvidar aunque duren en nuestras retinas poco más de unos minutos. Las nubes son grises al amanecer, del color de la antracita que dibuja los contornos de los montes, la orilla de un río o las almenas, dientes de cemento que parecen morderlas para apresarlas; son blancas y brillantes a mediodía, provocando fruncimiento de cejas y dolor en los ojos, afanadas en impedir el gozo contemplativo de tanto esplendor; son marfileñas al atardecer, cansadas por tanta andanza y arreboladas poco antes de apagarse el día, por opacar el titilar de las estrellas.

El otoño se presiente, tiene el sabor especial de lo que se ve y resulta tan encantador como intocable, como las nubes que lo acompañan, que presagian el mal tiempo, pero mientras llega ellas nos dejan el gozo de contemplar el silencio coloreado de la postal viviente de todo un día mientras juegan al escondite con el sol oscureciendo  nuestro entorno, moteando una visión compartida, como en aparcería. Son momentos inigualables que el poeta retrata con palabras, que los amantes de la pintura recogen en sus lienzos aromados por la trementina, escenas inolvidables que se plasman en una fotografía que más tarde transformará la pantalla de un ordenador personal, que distraerá alguna mente saturada cuando un sonido suave la avise de la recepción de un correo acompañado de un archivo adjunto. Cuando lo abra verá una imagen de otoño distinta a la misma que vio poco antes porque no reparó en esos colores, colores que han cambiado según han pasado, lentos y firmes, los minutos. Una imagen que retiene los matices de las nubles blandas que se entreabren para dejar pasar el azul fabuloso, ancho e inefable del cielo.

El otoño, admirado lector, no sorprende pero nunca deja de hacerlo.

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