El burka

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Sucedió el pasado domingo. Pasando a la altura del inacabado Museo Íbero, observé algo que me hizo girar la cabeza, sorprendido por cuanto aquella imagen llamó mi atención. El motivo, una mujer (supongo), que iba cubierta desde la cabeza a los pies por uno de esos famosos, por desgracia, burkas; esas prendas que usan las mujeres de algunos países islámicos y que cubren por completo a quien está bajo esa vestimenta. Tan sólo a través de una rejilla a la altura de los ojos podía apenas vislumbrarse que había una persona debajo de aquella tela. Hasta el domingo, sólo había tenido ocasión de verlos a través de los telediarios, pero hace falta estar frente a esa imagen para comprender la verdadera dimensión de lo que representa el burka. No se trata solo de una saya. Esa prenda significa por sí misma la enorme diferencia cultural que media entre ambos mundos. El encarnado en aquella mujer ataviada con el burka, y el nuestro.


No es Jaén una ciudad que tenga una especial significación con la problemática migratoria, pero existen poblaciones en España, y especialmente en Cataluña, donde la mujer con burka no sería motivo de extrañamiento por cuanto es un fenómeno habitual. Es curioso que en estas condiciones se produzca en Cataluña un supuesto problema de identidad entre lo catalán y lo español cuando este tipo de realidades sociales revelan un conflicto más amplio, entre lo propio y lo extraño.


Desde la óptica de la generación a la que pertenezco por edad, unido esto a las características de una ciudad de tamaño medio como Jaén, un cambio se ha visualizado fuertemente. A lo largo de este tiempo, hemos comenzado a convivir con gentes de otras razas, otros países y otras religiones que hasta hace un tiempo eran algo insólito en estas tierras. El crecimiento económico atrajo el flujo de la inmigración a España y la alta implantación de negocios de extranjeros es un hecho incontestable. Más allá incluso, la naturalidad con que un niño de ocho o diez años convive en clase y tiene entre sus amigos a un oriental, un negro, un sudamericano o un musulmán era algo rarísimo hasta hace muy poco.


Sin embargo, el choque cultural existe. La cohabitación o coexistencia y su pacífico desarrollo, para evitar problemas de convivencia, pasan necesariamente por una integración real de esta población. Una implantación racional a través de la asunción de nuestras costumbres y del modo de vida occidental. Dejando a salvo, por supuesto, la libertad que cada cual tiene de profesar la fe que sienta.


Conviene saber anticiparnos a la gravedad de los conflictos que en otros países de Europa son hoy una realidad. Para ello no basta en caer en el argumento facilón de las bondades de la multiculturalidad. Tenemos, como es patente entre aquella mujer del burka y nosotros, una visión de la vida muy dispar. Que esa convivencia no termine en fracaso ni marginación pasará por la igualdad de derechos, pero igualmente, por el cumplimiento de sus obligaciones y de una identificación con nuestra sociedad, sus valores y normas.

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