El sexo de los libros

A Duke Kahanamoku, maestro del surf

De pronto, surgió como de la nada la figura de un desconocido portando bajo el brazo una tabla de surf. Alguien entonces dijo en voz alta que las tablas de surf eran la versión real de las alfombras voladoras de las que hablaban los cuentos orientales.

En aquel atardecer que arrebataba el cerebro hasta el colapso de conciencia, la furia del rojo en el horizonte del mar se desvanecía entre el fulgor de los tonos  amarillentos y un triunfo de azules exaltados. Todo parecía diluirse en una textura opalescente de transparencias veladas: las aguas cristalinas, la extensa playa, la multitud que contemplaba con avidez el grandioso espectáculo de la naturaleza. Bajo la magia de aquellas luces de otro mundo crecía en nosotros una embriagante sensación de irrealidad que nos empujaba hacia el deseo de lo imposible.

De pronto, surgió como de la nada la figura de un desconocido portando bajo el brazo una tabla de surf. Alguien entonces dijo en voz alta que las tablas de surf eran la versión real de las alfombras voladoras de las que hablaban los cuentos orientales. Alphonse Toussenel (1803-1885) ya había escrito: “Envidiamos la suerte del pájaro y prestamos alas a lo que amamos, porque sabemos por instinto que, en la esfera de la felicidad, nuestros cuerpos gozarán de la facultad de atravesar el espacio como las aves el aire”. El vuelo nace de las aguas marinas, cuyo movimiento —afirman los expertos en Simbología— las convierten en mediadoras entre lo no formal (el aire, los gases) y lo formal (la tierra, lo sólido); y, analógicamente, entre la vida y la muerte.

Alf layla wa-layla: Las mil y una noches, o la astucia de Scheherezade para contener la crueldad de un rey. Aquel surfista, que sobre su tabla soñaba con una vida eterna sobre el oleaje, también pudiera haber sido un personaje de ese libro lleno de prodigios. Pero solo era un instant d’éternité, como cantaba Gilbert Bécaud, un défi à l’infini. La infinita fantasía de un mar infinito en el sueño infinito de un joven héroe.

Ahora os referiré algo sobre la isla en que nos encontrábamos. Para ello me sirvo de lo que otros, antes que yo, han escrito a propósito de ella. Su descubrimiento me dejó estupefacto: “difícilmente podrá imaginar el lector mi asombro al contemplar una isla por los aires, habitada por hombres que podían, al parecer, hacerla subir o bajar, o hacerla avanzar progresivamente, a medida de su deseo” (Jonathan Swift: Los viajes de Gulliver, Libro III, cap. I, 1726). Tuve que esperar a que aquella mole se posara en el mar para acceder a su interior.

Le cogí gusto a observar la movilidad de las mareas, el dinamismo de las masas de agua, a la vez que iba anotando impresiones, vivencias, estados de ánimo, hallazgos y respuestas; cosas como la siguiente: “Fluía sobre la superficie del mar una gran onda apacible. El viento soplaba atemperado y uniforme desde el sur, siguiendo la dirección de la corriente, y las olas se erguían y se abatían sin romperse. [...] Me di cuenta de que las olas, en lugar de de ser aquella suerte de montañas lustrosas, grandes y resbaladizas que parecían vistas desde tierra o desde el puente de una nave, podían compararse con una cadena montañosa terrestre, con sus propios picos, mesetas y valles” (Robert Louis Stevenson: La isla del tesoro, cap. XXIV, 1883).

Durante algunas jornadas de navegación que llevé a cabo por los alrededores de la isla, fui testigo de situaciones insólitas, e incluso turbadoras, que dejaron en mí profundas e imborrables huellas, como por ejemplo: “Después de la puesta de sol volví a subir al puente. Sólo encontré en él vacío y silencio. La delgada y uniforme corteza de la costa permanecía invisible. Las tinieblas se habían levantado en torno al barco, como surgidas misteriosamente de aquellas aguas mudas y solitarias. Me apoyé sobre la barandilla y presté oídos a las sombras de la noche. Ni un sonido. Hubiérase podido creer que mi barco era un planeta lanzado con vertiginosidad por su senda prefijada, a través de un espacio infinitamente silencioso” (Joseph Conrad: La línea de sombra, cap. III, 1917). Todo coincidía cono los testimonios de estos autores que acabo de citar.

El conjunto de estos apuntes los utilicé, más adelante, en mi trabajo como espía para enviar mensajes cifrados. Siempre he tenido una acusada inclinación a sacar beneficio práctico de mis aficiones. Al día de hoy, he de confesar que no me arrepiento de haber hecho de esta isla mi residencia permanente, que también será la última. La verdad es que nunca me gustaron las islas, pero no es menos cierto que esta ejerció sobre mí, desde el primer momento,  una rara e irresistible atracción. En el fondo, no sabría explicar qué es lo que me retiene aquí de forma tan dramática y absorbente. Lo más probable es que jamás lo sepa.              


 

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