El sexo de los libros

Fuck me, Jimmy Bond!

Eligieron a Sean Connery para encarnar la inmortalidad del último héroe antes del ocaso de los buenos tiempos.

Fumaba, bebía, copulaba como Dios y era un cerdo machista, pero en la justa medida en que, para la inmensa mayoría de las mujeres de los años 60, un tío en condiciones tenía que ser un arquetipo de pura masculinidad y no un colaborador que comparte tareas domésticas, coge la plancha, el estropajo, el Mistol y, encima, hace los cuartos de baño.

Era el genuino y verídico 007, creado por Ian Fleming en 1953 para desbaratar los planes de SMERSH (en ruso: Smert' Shpionam; es decir, ‘Muerte a los Espías’) que lleva entre manos el implacable Le Chiffre en Casino Royale, primera novela de la serie James Bond.

La vida entonces tenía verdadero glamour y otra esencia de pata negra en el amor y en la muerte. Todo era muchísimo más excitante: la política, la Guerra Fría, el arte, la literatura, las fiestas psicodélicas, las cafeterías de los aeropuertos, la prostitución de lujo, la canción protesta, el pop en todas sus múltiples facetas, el levantamiento del muro de Berlín, el oscuro final de Marilyn Monroe, la amenaza nuclear, el pacifismo, la crisis de los misiles en Cuba, la Revolución Cultural de Mao, Vietnam, The Summer of Love, el adiós al Che Guevara, el hombre en la Luna (¿?), el Festival de Woodstock, el cine de la nouvelle vague francesa, etc.

Eligieron a Sean Connery para encarnar la inmortalidad del último héroe antes del ocaso de los buenos tiempos. Todavía tenía sentido hablar de la vie en rose y París seguía siendo una orgía incesante que acababa siempre en una mesa del Café de la Paix, y Londres y Nueva York también eran ciudades orgiásticas, o San Francisco de California, mientras Katmandú, con su incomparable atmósfera de misticismo, se erigía en centro de peregrinación del movimiento hippy.

El llamado “mundo libre”, enfrentado mortalmente al llamado “socialismo real”, dependía de una Beretta automática de calibre 25 y empuñadura desnuda que Bond llevaba, en una liviana pistolera de piel de gamuza, colgada a unos ocho centímetros por debajo de su axila. Marie Laforet cantaba Manchester et Liverpool.

En territorio británico, algunos brillantes alumnos egresados de Oxford y Cambridge, que empezaban una prometedora carrera en el Foreign Office, aún cedían a la tentación de mirarse en el espejo de Kim Philby, el tercer hombre.

La épica cinematográfica de 007 nace y muere con Sean Connery. Lo que viene después —George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton— no tiene nada que ver con lo anterior, hasta llegar a la fase de disolución representada por un Bond postmoderno y políticamente correcto. No podía ser lo mismo un superagente mal deconstruido y reelaborado a la baja.  Ni siquiera contando con el buen actor que es Pierce Brosnam, a quien el adulterado personaje se le quedaba corto y fláccido. Respecto a Daniel Craig, sinceramente, no sé qué decir, y ello porque tal vez, y a estas alturas, no haya nada que decir de la sombra innecesaria de un James Bond al día de hoy imposible.                 

 

 

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