El ojo de la aguja

Verlaine

Verlaine fue tachado de melancólico, atormentado, innovador, criminal

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Paul Verlaine vino al mundo en la localidad francesa de Metz. El pasado mes de marzo se cumplió el aniversario de su nacimiento, que fue en el año 1844. El espantoso “degenerado de cráneo asimétrico y rostro mongoloide” según la descripción de Max  Nordau. Pedro Pablo Rubens lo inmortalizó en su cuadro  ‘Los raros’ definiéndolo como “leproso sentado a las puertas de una catedral”. De espíritu dañado por cicatrices y de heridas incurables fue símbolo de la grandeza angelical y de la miseria. Lírico en el pecado racional y místico adorante de las prostitutas y de las vírgenes.
       José Ángel Valente lo define: “Verlaine es el poeta de la melancolía, la tristeza, el aburrimiento y el remordimiento en su manifestación más sencilla, más coloquial  y más conveniente en poemas breves y con estructura de canción cuya inmediatez  y contención los dota de una eficacia emocional insuperable.”
      Al final de dos siglo de literatura convulsiva que estremece y hace reflexionar sobre la genialidad del ser humano, sometido a los estertores y a los designios negativos que puedan invadir el cerebro más creativo del hombre, Verlaine fue tachado de melancólico, atormentado, innovador, criminal. En el año 1873, dispara contra Rimbaud, lo hiere y es encarcelado durante dos años. En el año 1885, nueva condena, un mes de prisión, esta vez por intentar estrangular a su madre.    En el año 1894 es elegido “Príncipe de los poetas”. Se crea una Asociación  para poder sufragarle una pensión mensual  de ciento cincuenta francos. Entre 1895 y 1896 arrastra su azarosa humanidad entre los hospitales y los tugurios del Barrio Latino. En enero de 1896 falleció en Paris converso, tras confesar con un sacerdote de Saint de Etienne-de-Mont.
      Verlaine marcó su incuestionable tarjeta entre esa amalgama combinatoria de ternura y acordes tabernarios. Efectos que tendría derivaciones tanto en Luis Cernuda, Rubens como en Manuel Machado, el gran verlaniano de la época, reminiscencias, estrofas de versos cortos con estructuras de canción que afloran hoy en la actualidad en muchos autores.
      Para poner punto final a esta semblanza biográfica de este gran vate francés, no podemos dejar atrás el legado de su soneto: Mujer y gata: “La sorprendí jugando con la gata/y contemplar causóme maravilla/la mano blanca con la blanca pata/de la tarde la luz que apenas brilla/¡Cómo supo esconder la mojigata/del mitón la negra redecilla/la punta de marfil que brilla y mata/con acerados tintes de cuchilla/Melindrosa a la par su compañera/ocultaba también la garra fiera/y al rodar abrazadas por la sombra/un sonoro reír cruzó el ambiente, del salón… y brillaron de repente/cuatro puntos de fósforo en la sombra”.

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