El Loco de la salina

No me lo puedo ni de creer

Por afirmaciones más tontas que esa se dimite en el extranjero.

Amanecía. Eran las ocho en punto de la mañana de día 31 de marzo de 2017, es decir, antes de ayer sin ir más lejos. Cuando le pedí permiso para ir al ansiado estreno del tranvía cañaílla, el director del manicomio mostró extrañeza, pero me dijo que sí porque vio en mis pupilas la ilusión que yo tenía de ver lo que nunca había soñado ver. Había estado esperando pacientemente hasta el último día del plazo que los políticos nos habían anticipado y levanté temprano a mis nietos para asistir en La Isla al espectáculo grandioso del nacimiento del tranvía.

Había prometido llevarlos a Cádiz y después a Chiclana y luego vuelta para La Isla, para que vieran con sus propios ojos cómo las ciencias avanzan que es una barbaridad. Íbamos tan contentos y alegres a la búsqueda de los ansiados tickets. Pensaba que ya era hora de subirnos y disfrutar del prometido tranvía después de casi nueve años de obras, de cortes de circulación, de dineros que se tiraban una y otra vez sobre las vías y de rollos macabeos. Sin embargo ahora era distinto. La cosa era inminente. Los tickets estarían ya a la venta y yo no podía fallarles a mis nietos.

No hace mucho el mismísimo Delegado del Gobierno de Cádiz de la Junta de Andalucía había afirmado con rotundidad temeraria lo siguiente: “Y antes del 31 de marzo el tranvía estará funcionando y vendiéndose billetes. Ese es el compromiso que tenemos”. Es verdad que no dijo de qué año, pero lo dijo así textualmente con una seguridad que espantaba incluso a los más reacios. Tampoco hice ningún caso a los que manejan con habilidad el Facebook y me metían por los ojos un montaje en el que se veía a un bebé que, cuando oía al Delegado hacer semejante afirmación, se tronchaba de risa, de una risa contagiosa que te ponía al borde del cachondeo. Y yo me decía que a la gente le faltaba un suspiro para cachondearse de los políticos.

Observé que el personal, que a esas horas madrugaba, nos contemplaba por la calle con asombro y se preguntaba que a dónde iba ese loco con esos niños tan temprano. Simplemente íbamos a pasar un día inolvidable y de estreno. Pero no acababa de encontrar los puntos de venta de los tickets.

Estaba convencido de que un político no nos podía engañar (hasta ahí llega la credulidad humana) y por fuerza tenía que haber algún malentendido. Recorrimos desde el Carmen hasta la estación y desde la Bazán hasta la Ardila. Nati Mistrati. Mis nietos me decían: “Abuelo, tú nos prometiste que nos íbamos a montar en el tranvía, pero ¿dónde está el tranvía?” Y yo les contestaba que tranquilos, que ya se veía venir, y que, si ponían las orejas en la vía, lo iban a escuchar perfectamente.

Después de mucho esperar y de buscar en vano los malditos tickets me volví a casa con mis nietos que tenían las orejas completamente rojas de arrastrarlas por la vía y me ponían de mamarracho por mi incumplimiento. Decepción no era la palabra, sino otra más fuerte y más fea.

En resumen: ni el tranvía estaba funcionando antes del 31 de marzo, ni se estaban vendiendo los billetes por ninguna parte, ni el compromiso que el político de turno había prometido poniendo la mano en el fuego se cumplía, ni a nadie se le caía el rostro al duro suelo de pura vergüenza. Menos mal que mañana sin más tardar el Delegado dimitirá con total seguridad ante el ridículo hecho.

Estoy tan seguro como de que el tranvía no lo vamos a ver en la vida al paso que vamos. Por afirmaciones más tontas que esa se dimite en el extranjero. Y, si dimitiera, me haría decir sin titubeos que, a tenor de lo que vemos todos los días, eso no me lo puedo ni de creer.

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