Queda lejos

Cumplir ochenta en la longevidad actual es un hito: está en la memoria la cifra como senectud y al tiempo como realidad sin mohines

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He visto una fotografía de los años sesenta y de verdad que queda lejana y entre nieblas. Son mil detalles que barrenan el tiempo y abren agujeros negros, que se dicen, cuando precisamos magnificar distancias y precisar lo impreciso. El tiempo se empieza a hacer borroso de golpe parar el gran octogenario que se obnubila y ofusca; tan pronto surge lejos o se traba en los pies cuando no se le espera. Me trae la foto ambientes y atuendos que son, pero están olvidados, y salen y tocan y entrañan recuerdos, detalles y anhelos, que no se han cumplido. A mis 23 años yo estaba organizando el futuro; acababa de saltar a la vida, al tren que se iba, y no me quedaba tiempo para más.  ¡Qué ilusión si joven, que no se enturbia por nada!
Cumplir ochenta en la longevidad actual es un hito: está en la memoria la cifra como senectud y al tiempo como realidad sin mohines. Ochenta años en espera de aquello no imaginado, receloso y confuso. Tanto tiempo, ¿qué se espera? ¿No resulta fatigoso? Sí puede alargarse demasiado entre el inconcreto final y el indefinido argumento. Lo contaré para vosotros si puedo en adelante sin dejarme llevar de los supuestos; espero que intentarán cruzarse los miedos al arcano y los delirios. Pero hago propósito de sinceridad hasta donde se puede o es razonable. Queda lejos lo intenso del deseo y el calor que acompañaba el vivir; ya no es lo mismo. Ya volvemos los ‘por qué’ como tesoros y se queda desierta la calle y fría de amanecida; no es fácil escribir a diario, ni aún quejosos, desde esta distancia en que el hombre añade y quita a su medida. La medida cada vez es más desazonada y el colmo lo es: tan solo un remedo nos mantiene y apagados por incertidumbres.
Nunca confesamos la cifra con franqueza, pero nos vemos forzados a cumplir los años que nos son asignados por ese gran reloj de la naturaleza. ¿Quién se atreve?  Tuvieron mucha culpa los adelantos médicos, si seguís permitiendo mi lado jocoso, y por gracia de ellos seguimos en cola tras los ya idos. Al hombre civilizado siempre gratifica la esperanza y en esto estamos; hemos allanado muchos pedregales, unido pendientes y afirmado puentes: una sola cosa falta que ilumine horizonte a este hombre de museos y conciertos, al hombre de las masas unidas por ideas y sofismas, disueltas por más ideas y amenazados siempre por el futuro incierto. No hay modo de saber a dónde nos dirigimos y esa ignorancia duele en el alma más que las heridas. ¿Quién puso incertidumbre en el corazón de los hombres? Bien los conocía. Es la nota más que significativa que escama y alerta. Y nos desazona más que ser sinceros: ¿cuándo y cómo será el momento final? Solo se sabe provocando y tampoco adivina el después.
Sí que es trabajoso saber de nosotros mismos, cosa insólita. Y si alguien emplea tiempo en extender esta duda, resultará odioso y se le despreciará como a indigno. ¿Entonces? ¿Tan en el aire tenemos el fundamento de nuestro final? ¿Tanto oculto tapando tanto duelo? Será para el disimulo, parece lógico. Una de las tendencias primarias que se observan en nuestros modos es la de figurar, quedar por encima; incluso preocupa más que tener y cabe que esté por encima de la apropiación indebida que es eufemismo de recurso. Aparentar nos quita el sueño y el qué dirán es decisivo en nuestra estima. ¿De qué se han apegado al deseo del hombre estas telas de araña? La necesidad de seguridad parece decisiva. Y de comprensión y acogimiento. De tanto tiempo en espera se forman brumas que son como un ácido para el ego lastimado. Se aumenta incertidumbre en el desgarro y se intenta paliar con la esperanza; así surge tal desasosiego que hace cruentas las últimas imaginaciones y resecas y grises. Pasando de los ochenta se hace toda una espera y no puede remediarse; tratamos de eludir su recuerdo y nos vuelve en miles de formas que en el fondo es la misma, romperse de bruces la frente contra el tiempo que se acerca irremediable y nos encuentra en la brecha.
Está bien pertrechado el disimulo y algunos alardean; otros desechan miedos y pasan por lo creíble para después dudar bajo creencia. Ni sí ni no, pero todo por si acaso; ¿todo lo que es desconfiar y todo lo contrario? ¿Y la lógica, la doblega el silencio? Morimos ¿y qué? Ese es el gran secreto que nos evitaría esta tirantez que viene todo el viaje.  Pintamos la cara de esperanza tal que en la fiesta de las marionetas o de albayalde con la de suspiros: en ambas se refleja el mismo tic repetido hasta formar sentido. La duda nos estrecha y nos abruma hasta descorrer la cortina y entonces surgirá la nada o la luz, ambas absolutos, elevados a tal por nuestra mente. Muerte y Juicio y lo que corresponde, el novísimo nos dice la iglesia a una mayoría y se nos graba a lo largo de la vida en repetición. Algunos alardean de listillos que andan de vuelta, pero se les nota. Hay mil maneras de encubrirlo, incluso el valor en el combate; intento no andar tras ninguno y seguir en mi sencillez de hombre, de amoldarme a lo que venga, sin alardes y sin un ápice de fingimiento que disfrace el temor de mortal que es natural y justo. Ni grandes tronos ni infladas ceremonias necesito: aceptación del final como ha sido esta vida.

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