¡Qué suerte ser joven!

El mundo de hoy no nos deja hablar con seriedad y menos con la juventud que no tiene tiempo apenas para digerir tanta fruslería huera.

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Algunos no están de acuerdo y aseguran que no volverían a empezar; con los tiempos que corren bastante tienen los jóvenes, dicen sentenciosos. No cabe ser más tontos, con todos mis respetos. El mayor tesoro de esta vida es el de la juventud y no volvemos porque no podemos; lo demás, más tarde o más temprano, puede darse por vano como el trigo de la mala cosecha. Los barrios más humildes gozan de beneficios que no tienen las grandes mansiones: admiro en ellos sus parques repletos de niños alrededor de los ancianos que ocupan los bancos en charla interminable. Son parques sencillos y en los rincones los adolescentes parlotean sobre las motos con los ojos en la sazón de las chicas. ¡Qué sería esta primavera sin infancia o estos rosales sin la juventud!
Quizás aquellos que hablan así han olvidado el bullicio de la sangre y andan con las espaldas erguidas apuntando por encima de la existencia. Todos hemos tenido infancia y a veces tan lejana que ya no se recuerda. Es verdad que algunos de nuestros niños no son felices, los menos, y otros muchos mueren sin redención en ese tercer mundo miserable. Qué mala solución tienen la sequía y la hambruna en esta condición humana en que andamos atrapados. También algunos adultos entre nosotros tienen una beatitud más propia de la infancia; no podemos contar con éstos porque las excepciones son también necesarias y suelen tener estos infelices la incapacidad de ponerse en el ombligo ajeno. No es fácil organizar un procedimiento eficaz que rompa los egoísmos y saque al hombre medio de su inercia; nuestra infancia de posguerra también nos atrapó en soledad y no debemos odiarla como experiencia.
Lo que sí al menos debemos hacer es aprender a valorar, ya digo, el tesoro de un niño, en nuestra casa o en la del vecino, y a compartir con ellos eso de que el futuro está ahí detrás de unas pocas hojas de almanaque. Pero ni eso es fácil. El mundo de hoy no nos deja hablar con seriedad y menos con la juventud que no tiene tiempo apenas para digerir tanta fruslería huera. ¿Cuándo un padre amancebado con el estrés laboral puede coincidir en calma con el hijo o cuándo su tema sobre la responsabilidad va a tener acogida en la cabeza del adolescente intrigado por el dinero fácil del futbolista o del cantante que acaba de triunfar en el programa televisivo? La gran asignatura pendiente de nuestra cultura es la infancia. Tendemos a manipularlos para protegerlos o a impedirles el discernimiento para meterlos en la masa viscosa del consumismo. Nuestras pautas sociales no hacen malos, más bien tontos que asusta imaginarlos ante la droga, el tabaco o el sexo. Falla el sistema que se empeña en una educación de ciudadanía rosa y abandona los pilares del raciocinio serio y de compromiso; un lenguaje que lleve a entendernos con nosotros mismos en el proceso interior antes que con los semejantes, aquí está la clave, y no situar al niño sin fortaleza personal ante lo intranscendente, lo vulgar y el hedonismo. Hay una patología de la racionalidad y de la voluntad, ni ven ni desean ver, y con un sermón cansino y sin vida ejemplar asistimos ingenuos al sacrificio de su vida espiritual que los hará vacíos como la nuez de una ardilla. ¿Se van a poder defender sin un impulso firme de esta realidad compleja que tienen delante? La Educación para la ciudadanía es un intento meritorio pero insuficiente porque el hombre es algo más que ciudadano. En tomar ese pulso nos estamos equivocando todos. Es mejor que lo pensemos cuando todavía estamos a tiempo.

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