Una feminista en la cocina

No pasa nada

Lo de China me parecía muy lejano y solo me permití asustarme cuando empecé a darme cuenta de la magnitud, de la mortandad y de que cambiaría nuestra vida

Publicado: 20/04/2020 ·
10:42
· Actualizado: 29/04/2020 · 18:40
Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Un mes antes de que fuese declarado el Estado de Alarma estábamos en los Campeonatos de Andalucía de piragüismo sin sospechar la que se nos venía encima. Tampoco se lo imaginaría la atleta que daba pedales como una loca , seguramente preparándose los mundiales o los europeos, porque en la Cartuja donde estábamos se sitúa el Centro de Alto Rendimiento donde tan pocos tienen la suerte de poder entrenarse. Sé que todos hemos perdido, muchísimo más los que han visto hundirse su línea de flotación al fallecer algún miembro de su familia. Son malos tiempos de los que no nos dimos cuenta que soplaban en contra nuestra. Eso me ha dado que pensar porque me gusta desbaratar la historia, manejarla (ahora me doy cuenta) desde nuestro tiempo y nuestra información y eso no es correcto, al menos no es justo porque al desmembrar la historia del nacismo, su ascensión y el asesinato de tantos en manos de la barbarie más denigrante para el género humano siempre me preguntaba por qué no habían hecho todo lo posible por salvarse. Pues ya les digo que me vi de un día para otro, encerrada, temerosa, sin nada en el frigo y sin mascarillas o desinfectante. ¿¿¿Saben por qué???…porque creía que no me tocaría. Lo de China me parecía muy lejano y solo me permití asustarme cuando empecé a darme cuenta de la magnitud, de la mortandad y de que cambiaría nuestra vida en un antes y un después de la pandemia. Tengo hijos sanitarios, padres ancianos y soy asmática.

Veo con desolación, furia, impotencia y frustración cada una de las cosas que van sucediendo. Y ni una sola de ellas- ni siquiera que los animales campen felices por las calles que nosotros contaminamos o que los mares estén volviendo a la época de los dinosaurios- me consuela porque nuestra estulticia genética no tiene remedio. Me dirán que soy muy dura con la que está cayendo y les diré que sí, que tienen razón. Soy dura hasta para mis hijos, porque creo que es la única forma de prepararlos para un mundo que quiere fagocitárselos con manteca colorada. Al género humano, también. Ahora lo tengo claro. No nos basta con las radiaciones solares bestiales gracias a la porquería que soltamos en la atmósfera, las contaminaciones terrestres y marítimas, el tránsito de camiones,

Coronavirus.

coches, barcos, contenedores gigantes y cruceros babilónicos…y eso sin haber guerras mundiales porque ahora con la bolsa ya se apañan las grandes potencias para darse matarile. Esta pandemia ha acabado hasta con el terrorismo, con la mala relación entre vecinos, con los robos, con la mayoría de los delitos violentos, excepto con el compañero durmiente en tu casa que sigue arreando con alevosía y perpetuidad porque los becerros de lata nunca mueren a menos que antes te maten y se tiren por el balcón de tu propia casa. La vida nos ha cambiado y como niños mimados nos quejamos de tenernos que quedar encerrados, de no tomarnos la cervecita en el bar, de que falte harina o que suba las cosas del supermercado. Nos quejamos de que no pongan más estrenos en Netflix, de que los niños no hagan deporte o que los tengamos que aguantar en casa dándonos la tabarra. Porque somos élite humanoide, la flota estelar que comandará la nave más grande y más inútil de la galaxia.

Este virus nos ha puesto las pilas, nos ha diezmado, nos ha acojonado y aun bailaremos por él hasta que lo dobleguen con vacunas y sepamos su ADN vital para clavarle una estaca. Mientras, los animales subyugados se nos carcajean en la cara, los perros de paseo gimen cuando antes no cataban calle y Dios está aguardando a que tomemos nota en la sombra de un pórtico celestial. ¡¡¡¡Qué penita de nuestros viejos luchadores!!!! Tanto pelear para ahora caer derrotados por una mutación con pinchos extraterrestres. Nos ha inoculado el miedo a la mortalidad en el cuerpo graso y casposo que hemos engordado, no así la conciencia, ni la empatía, ni la solidaridad, ni las ganas de volver a empezar de cero. Las únicas ganas que tenemos son las que  todo vuelva a la normalidad, a la cerveza de barril y los niños aparcados, con días de sol infinitos y más Netflix para atontar la memoria colectiva.

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