Una feminista en la cocina

Hordas

200 personas atadas a oxígenos y sherpas llegando donde muchos otros han dejado vida, para demostrar que el dinero todo lo puede

Publicado: 30/05/2019 ·
12:03
· Actualizado: 04/06/2019 · 16:53
Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Nací en el baby Boom así que entiendo de masas arraigadas. La que ha culminado el Éverest no es menos. 200 personas atadas a oxígenos y sherpas llegando donde muchos otros han dejado vida, para demostrar que el dinero todo lo puede. Las largas colas para ver un cuadro que el que lo pintó seguro que se admiraría de tal proeza. Porque el arte es parte de la nada, ausente por entero del que lo crea como los antiguos dioses que no osaban mirar a los humanos más que para escupirles a la cara. Nos hemos hecho a imagen y semejanza de ellos, creyéndonos mejores por marcar con nuestro orín todo aquello que no podemos poseer más que momentáneamente.

Everest.

Nos hemos hecho poseedores de esa gloria efímera que nunca tuvo la fotografía más que para aquellos que enseñaban el álbum de fotos en una sociedad que estaba hecha para encajonar la esperanza y bajar el dobladillo de las faldas. Me crié con las fotos de mi madre en blanco y negro. Con el objetivo de la cámara familiar pegado a cada risa, a cada enfado. Yendo con las amigas a Simago a la cámara de fotos automática que además de sacarte infame para los boletines de notas, también empezaba a inventar eso del artisteo que consistía en meterte con las amigas a hacer pavadas o arrumacarte con el novio del momento en sarta de besos y caricias. Supongo que fuimos pioneros de los que ahora ponen de todo en las fotos, mandan de todo y son capaces de escalar el Éverest para poner en las redes que lo han hecho. No nos tatuajes colectivos de tribu, ni las argollas que los piratas se ensartaban en la orejas cuando habían navegado por todo el Planeta. Es otra cosa más pueril, basada en el atavismo de ser el producto de aquel primer espermatozoide que espumó al óvulo convirtiéndolo en humanoide forma cárnica que reclama su sitio en el mundo.

No sé lo que pretendía May, pero no lo logrará porque las fronteras se difuminarán y solo el dinero será cribaje para discernir quién si y quién no en un mundo global de imbecilidades, falsos amigos y seguidores de gente que tiene que destruir para hacerse un nombre en la nada de los datos, las conexiones y los archivos virtuales. A mí la Gioconda me decepcionó porque solo vi cabezas, cuerpos, sudores, turisteos y mucha humanidad alrededor de algo que debería beberse tan a gusto como una cerveza fría a pie de playa. Los atardeceres son indescriptibles y aun así nos los sirven en bandeja porque hay quien está y si no lo compartimos parece que no existe porque nuestros ojos no son suficientes, ni la compañía inexistente que nos asola por doquier es la misma si creemos que nos siguen gente a la que nunca conoceremos. Hay algunos que creen que hay que ir más allá y sacar las redes de lo cotidiano y convertirlas en quedadas. Hay quien cree en el amor en la distancia. Hay quien cree -por creer- en que los dioses velan por nosotros y los del Everest no era sino elegidos para dar el salto. Solo creo en que la bondad existe por muy difícil que sea encontrarla. En que el amor perdura tras la muerte y en que nos morimos plegados en nosotros mismos, hechos carne, sangre e hiel de puro disgusto que tenemos. Los 200 han deshonrado a los que murieron, a su esfuerzo, la entrega a la lucha contra la humanidad que desangramos cuando nos hacemos máquinas, cuando nos ponemos la piel de humanos para saetearnos a la menor ocasión. Somos hijos de un mismo padre que nos dejó solos para que nos las viéramos con un mundo hostil y descuidado, de belleza infinita que fotografiamos con nuestra cara de pandereta siempre presente porque si no estamos, no somos. No lo entendería mi abuelo. A veces no me entiendo ni yo. Que hablo a todas horas, que chateo, mientras echo muchísimo de menos al cárnico que me elevaba al Éverest solo de verlo,  sin sherpa -ni oxigeno- que me hiciera falta. Mary Poppins que perdió la magia del paraguas, Dorothy sin zapatos rojos para volver al lado del que me amaba. Nací como muchísimos otros en los sesenta. Nos coceremos en las poltronas de algún geriátrico aun no construido, o a lo peor, sí. Moriremos aunque subamos al Éverest y lo compartamos, aunque nos hagamos miles de fotos, aunque tengamos miles de seguidores, envueltos en capas de piel corruptas y ojos cerrados.

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