Hace 75 años, un puñado de misioneras españolas aterrizaron en Tánger, en el norte de Marruecos, con un objetivo: ayudar. Desde entonces, han educado y alimentado a los refugiados españoles de la guerra civil, atendido a los migrantes subsaharianos escondidos en los bosques y enseñado a cientos de mujeres marroquíes el oficio de la costura.
El trabajo de estas seglares en la ciudad costera acaba este octubre, cuando, después de 27 años allí, la última de la comunidad creada por aquellas pioneras, María Rosa Clotet, regresa a España y pone fin a la misión Pro Ecclesia en Tánger. El motivo: no hay quien las reemplace.
Esta mujer de 77 años recibe a EFE en el arzobispado de Tánger junto a dos de sus compañeras, Manoli López (87 años) y María Carmen Navas (80), que también estuvieron en la ciudad marroquí en diferentes épocas.
Las tres repasan sonrientes álbumes de fotos en las que se las ve en un antiguo orfanato, en la escuela de costura que fundaron o en barriadas pobres tangerinas donde vivían los republicanos españoles republicanos huidos de la guerra civil.
Los españoles, los más pobres
Estos españoles fueron los primeros de los que se ocuparon las misioneras, nada más llegar a Tánger en 1950. Habían pasado once años desde el final de la guerra en España y miles de republicanos cruzaron el Estrecho de Gibraltar buscando refugio en Tánger, que tenía entonces el estatus de Zona Internacional bajo el protectorado de varios países.
Allí confluían católicos, musulmanes y judíos, africanos y europeos, y entre los más pobres estaban los españoles, que se habían ido de su país prácticamente sin nada. “La pobreza española era muchísima,” cuenta María Rosa.
Manoli, que estuvo en Tánger entre 1972 y 1980, señala una fotografía en blanco y negro de chabolas de lata. Eran las casas de los españoles en los arrabales de Tánger, cuenta, donde ella atendió a algunos de ellos. La ciudad, afirma, ha cambiado muchísimo. “Es una alegría no ver niños por las calles pidiendo, era de las cosas que más te cogían el corazón”.
Después de que en 1956, con la independencia de Marruecos, Tánger pasara a ser territorio marroquí, la orden fundó un orfanato en el que se mezclaban las tres religiones, que tuvo que cerrar años después por los “impedimentos insuperables” -dice un documento de la misión- de una sociedad cada vez más orientada al islam.
Llegó a tener 30 niños, a los que las misioneras vestían, recuerdan, con uniformes hechos de la tela de los sacos de harina que llegaban de América. “Eran preciosos, con cintas. Iban hechos un primor”, dice Manoli sonriente.
La comunidad fundó en 1968 una escuela de costura con un método visual ideado por una misionera y homologado por el Gobierno marroquí, donde las mujeres aprenden aún hoy en día corte, confección y bordado. También, explica María Rosa, dieron cursos de tres meses para “coser a la recta”: prepararlas para las fábricas que se fueron instalando en el norte marroquí y sirven a grandes marcas europeas.
Migrantes 'perdidos' en el mar
Aunque la mayoría son marroquíes, en la escuela hay también mujeres subsaharianas, en una ciudad que funciona como lugar de paso de migrantes en espera de cruzar a España atravesando el estrecho en un arriesgado viaje por mar. María Rosa tiene grabado el caso de una estudiante de Senegal madre de una niña de 5 años.
“Le encantaba coser, tenía mucha mano, era algo fuera de serie. La chica podía haberse abierto camino aquí, pero quería irse, solo pensaba en eso”, relata. Ella, su niña y su marido se metieron en una patera y “se perdieron en el mar”, engrosando la lista de fallecidos en su intento de cruzar a Europa.
Y es que los migrantes son otra comunidad que estas mujeres se empeñaron en ayudar. Tras llegar a Tánger en 1997, María Rosa iba a los bosques aledaños a la ciudad, donde se refugiaban esperando a cruzar el mar, y les llevaba comida.
Su labor con las mujeres, los migrantes y los niños acaba este mes. La edad y “la falta de vocaciones” ponen fin a 75 años asistiendo a la transformación de Tánger. Aunque, tras una vida dedicada a los demás, la inercia les lleva a seguir queriendo ayudar.
“Nos hemos hecho mayores, sencillamente, y no hay relevo. Somos muy poquitas y algunas están muy enfermas. Nos vamos a una residencia para que nos atiendan, aunque de momento también podemos acompañar allí: ella da clases de castañuelas”, dice María Rosa señalando a una sonriente Manoli.