Alberto Garzón pisa moqueta desde el año 2011, con solo 26 añitos, cuando fue elegido diputado nacional por Málaga. Comunista, ha tratado de forjarse una imagen de intelectual que no cuela por mucho que se declare “deudor del pensamiento heterodoxo marxista y poskeynesiano” y cite entre sus referencias a economistas como Michal Kalecki, Marx, Paul Sweezy, Antonio Gramsci y Lenin, según el perfil que firma Marcos Olarra este sábado en El Español. Garzón es, en realidad, el tipo que entregó las siglas de Izquierda Unida en 2016 a cambio de un puesto de salida que le permitiera conservar nómina pública. Es el admirador de Cuba, “el único modelo sostenible”, como escribió en Twitter en 2012 y borró cuando tomó posesión de ministro. Y también es el lumbrera que se jactó en rueda de prensa de que las apuestas deportivas se habían reducido desde el comienzo de la crisis sanitaria. “Percibimos en los datos que al no haber competiciones deportivas, las apuestas vinculadas a este tipo de eventos se han reducido de manera extraordinaria”, dijo. Sin sonrojo. Tampoco se le vio pasándolo mal casándose por todo lo alto en 2017. Con chaqué. Una espantosa boda burguesa de quien ha sido hasta ahora actor secundario. Recientemente, cargó contra el sector turístico y llamó “banda organizada” a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Pero ahora ha conseguido su minuto de gloria.
Nadie se lo ha tomado muy en serio hasta que ha traspasado todas las líneas rojas al acusar directamente al Rey de maniobrar contra el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Son palabras mayores. El presidente debería haberlo cesado de manera inmediata. Pero no lo hará porque es el propio Pedro Sánchez quien alienta este tipo de declaraciones. El pegamento de la coalición de Gobierno es el absoluto desprecio a la Transición, el régimen de libertades y derechos consagrado en la Constitución de 1978 y la separación de poderes. Pedro Sánchez ha actualizado el socialismo original. Republicano, ateo, iliberal. Y ha se ha puesto a desguazar el edificio democrático construido gracias al histórico y generoso consenso alcanzado en la Transición.
La estrategia contra Felipe VI está perfectamente coordinada. El veto a su asistencia a la entrega de despacho de los jueces en Barcelona y el gazapo del ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, horrorizado por el “Viva al Rey” de los magistrados es un ataque en toda regla en el plano institucional. Garzón e Iglesias rematan y tratan de prender el debate en la calle. El propio Iglesias lo reconoció recientemente. Su objetivo no es desatascar la tramitación del Ingreso Mínimo Vital o reforzar la asistencia en las residencias de mayores, cuestiones que dependen de una manera u otra del departamento que dirige. Su prioridad es la República.
Hay que estar al loro, porque estos no hacen la revolución. Tratan de aprovechar las fallas del sistema, como en Venezuela, para sabotearlo desde dentro. No tienen arrestos (ni le salen los números) para plantear esto conforme a las reglas de juego: en las Cortes Generales, buscando apoyos, como marca la Carta Magna. Pero, ojo, porque pueden pasarse de frenada. Encontrarán una contestación cívica con la que no contaban. No por lealtad al Rey, sino amor a la patria. España no se toca.
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