La actualidad obliga, así que este sabádo me vi en el brete de cuidar de mis pequeñas, de cinco y siete años, y asistir a dos convocatorias de prensa en Cádiz.
En la primera de ellas, la Asamblea Nacional de Adelante, los compañeros ofrecen un servicio de ludoteca que agradezco pero no uso porque, como era previsible, Teresa Rodríguez despacha su comparecencia en un santiamén.
En la segunda convocatoria, en la Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía, un individuo responde a mis buenos días con un “los niños no están autorizados aquí”. No doy crédito y preguntó qué quiere decir exactamente porque temo que mis oídos me hayan traicionado. Pero, no. Los niños no están autorizados. Le explico que debo acudir a la cita del consejero de Presidencia por interés informativo y que no he podido encontrar a familiar o amigo disponible para cuidar de mis hijas, pero le garantizo que no habrá problema porque están debidamente educadas y serán respetuosas. Soy periodista, no minero; es una rueda de prensa, no el lanzamiento de una nave espacial para salvar el planeta del impacto de un meteorito con el tamaño del cabreo que tengo en ese momento, pienso, pero evito dar rienda suelta a la indignación por respeto a las niñas, fundamentalmente.
El individuo, que dice ser de seguridad me pide que aguarde, que tiene que consultar con “los organizadores” si podemos pasar los tres. Finalmente, nos da libre acceso pidiéndome que comprenda su trabajo. “No, no lo comprendo, me parece una barbaridad”, respondo. No puedo evitarlo: “Voy a asistir a la rueda de prensa con mis hijas, no con un par de fusiles”, espeto. A las puertas de la sala, otro funcionario me aborda para informarme de que una compañera se ocupará de C. y D. mientras cumplo con mi deber profesional. Le doy las gracias pero le explico que no voy a dejar a las pequeñas con un extraño y que no habrá ningún problema. Efectivamente, C. y D. aguantan estoicamente los más de 30 minutos de discurso. Lo hacen en silencio. Se remueven en la silla casi al final, y la de menor edad, acaba abrazándome mientras tomo nota. Nada más.
El episodio, personal y anécdótico en principio, es común y habitual. Los problemas de conciliación son muy serios, especialmente para las mujeres. Las administraciones públicas no lo ponen fácil. No solo por la normativa, que hace aguas, sino por la práctica diaria en el trato con el administrado. Todo ello agravado por el estigma de la infancia.
El conservadurismo más reaccionario, que convierte a los niños en cachorrillos sin seso, y el capitalismo radical que expulsa de los espacios privados y públicos a la infancia (vagones en silencio previo pago, rechazo a la peatonalización de plazas porque es preferible que estén llenas de vehículos a pequeños jugando, aborto) ganan terreno. Intelectuales y articulistas de postín escriben de vez en cuando algún episodio en el que un crío no deja de llorar en su viaje de avión o le saca la lengua desvergonzadamente en una terraza. Pereza. Entre Arturo Pérez-Reverte señalando a la juventud como vagos y la cada vez más extendida idea de que los niños estorban (incluso a los padres, que los educan con el móvil), Herodes sería presidente del Gobierno. Termino. Tengo prisa por volver a conversar con C. y D, jugar, leer y enseñarles tanto como aprendo de ellas.
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