Cerraba sus puertas ese siglo XX, ya saben, aquel cambalache, problemático y febril en el que quien no llora no mama y el que no afana es un gil, cuando, en una noche con mil lunas, me abría sus brazos y su pecho una de esas personas que se afanan en soplar tan fuerte para sofocar las llamas de los infiernos que habitamos y cuyas humeantes huellas aún se perciben en la arena de los días y las noches desde el primer paso que damos al bajarnos de la cuna.
Tras las pupilas, tras sus pupilas, relámpagos de botellas vaciadas sobre un alma llena. Un océano de vidrios quebrados que rasgaban sus sueños. Una manada de puños cerrados aprendiendo a luchar contra las esquirlas que se clavan y se adentran desde la más temprana infancia. Tras las pupilas, ganas de correr, ganas de querer, ganas de acariciarse… Es el ansia por vivir de aquellos que un día apostaron por morir. Tras sus pupilas, esa alegría, sazonada con lágrimas y empeño, que suele verse en las ciudades que comienzan a reconstruirse tras estar varios años bajo un incesante y brutal bombardeo. Tras las pupilas, una gran persona haciendo malabares con un destino siempre dispuesto a escurrirse entre los dedos.
Sencillez sin estridencias, aquel hombre sabía que debía ser él el arquitecto de su camino. Sabía que el salto debía ser sin red, que el impacto de la caída ya marcaba su rostro, que las brújulas eran un lujo que no se podía permitir… sabía, era consciente, que ya había sufrido lo suficiente y que a quienes más le querían ya les había hecho sufrir mucho más de lo merecían y merecen. Era hora de quererse y era hora de querer. El viento, la lluvia y el trueno, son bellos solo a los ojos de quienes aprender a ver. Sabía que el cielo y el infierno dependían de él… y apostó por calibrar y disfrutar del aire aterciopelado que nos inunda los pulmones al respirar. Vivir, ese era el lujo. Amar, esa era la gran verdad. Había que echarle cojones y ni lo dudó.
De la estatua ecuestre de Gervasio Artigas, a las venas abiertas de Galeano, de las gracias por el fuego de Benedetti, a la maestría de los lienzos de Torres García. De la Rambla de Montevideo, a la Fortaleza del Cerro, del túnel de Onetti, a los grabados de Carmen Barradas, de Suárez, a Cavani, de Enzo Francescoli a Tabárez… sangre uruguaya con agua pura del estuario del Río de la Plata… y de allí, al puto infinito
Una boda, la boda… su boda. La mejor boda (bueno, y la del Bola)… frizzante y girasoles… un lugar apartado y una tabla de quesos… y miel, y besos, un cura de barba y revolución, y lágrimas pero de alegría, y risas, muchas risas… Los de Málaga por los suelos, los anónimos suspirando, y un enorme sol desencajado en el cielo. La boda, qué boda… pero sobre todo, qué gran mujer, Cristina, junto a mí y a tus hijos, imagino que lo mejor que te ha pasado en la vida (jajajajajaajaja).
Y Málaga, y Barbate, y Benadalid, y nuestras mamás que no hay cielo suficiente para tanto corazón sincero… y la cocina, los sabores, la maestría, el maestro, el arte en forma de alimento… la gastronomía de tierra y esfuerzo… la maestría del maestro.
Y su acento, el acento. La palabra sin miedo para no dejar de decir lo uno piensa, la palabra certera aunque duela. La amistad se forja en la fragua de la verdad y la verdad no siempre es placentera. Cerraba sus puertas ese siglo XX, ya saben, ese cambalache, problemático y febril en el que el que no llora no mama y el que no afana es un gil, cuando, en una noche con mil lunas, me abría sus brazos y su pecho el hombre que desechó las fachadas y las poses, el mucho mejor amigo que me brinda esta vida, el tren que siempre quiero en mi andén, en tiempos de paz, en tiempos de lucha. Felicidades, José… tu amistad es de esas pocas cosas que me llevaré hasta la tumba.
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