“Estamos bien, hijo. Muchas gracias”. Una voz tenue, con los matices justos para hacerse entender, como tienen la mayoría de las religiosas de cierta edad, contesta al teléfono en el Convento de Santa Ángela de la Cruz de Sevilla, donde la Covid provoca que sus habitantes vivan en estos días un doble confinamiento.
Al otro lado de la llamada, esta religiosa agradece las muestras de cariño, pero no quiere ahondar en la conversación, quizá teniendo presente que una sola de las 40 monjas confinadas por dar positivo en en coronavirus no debe representar a las demás, en función de la humildad con la que viven, con la que se relacionan con los más necesitados, que al final puede que sea la que ha hecho que el virus entre en el convento.
En sus paredes viven unas 60 monjas y 40 de ellas no salen de sus habitaciones hace unos días, cumpliendo el doble confinamiento recomendando por las autoridades sanitarias, pero la vida en torno al edificio sigue y la religiosa asegura que la preocupación es “por nuestros abuelos”, a los que cuidan a diario, entre otros menesteres autoimpuestos por ellas.
Y es que, averiguar dónde se han contagiado estas religiosas puede ser difícil, pero viven a diario entre hospitales, residencias de mayores y casas particulares, sabiendo que están expuestas al virus y siendo conscientes que, de milagro, no lo han cogido antes.
Aunque sus nombres no han salido a la luz, algunas de ellas han estado en una UCI dando la mano protegida por un traje especial a alguien que se despedía del mundo en soledad tras luchar contra la Covid, o han atendido a personas que no se podían permitir tener una mascarilla, y esa lotería les ha terminado tocando, sin merecerlo.
En la calle, Alberto, que vive “a dos calles de aquí”, aparece con una bolsa de comida para las religiosas, porque “ellas nos cuidan desde sabe Dios cuándo, y no cuesta trabajo ahora cuidarlas a ellas”.
Alberto, que debe tener unos 70 años, dice que recuerda historias contadas por su abuelo hace años de cómo las monjas de este convento nunca dejaron de salir a la calle a echar una mano a los que la precisaban: “mi abuelo decía que él las recordaba de un lado a otro por la ciudad y con gente yendo a escuchar misa al convento, así que llevarán aquí toda la vida”.
El “toda la vida” al que se refiere hay que fijarlo en el calendario en el año 1887, cuando la aportación del Arzobispado de la Provincia de Sevilla y donantes a título particular se unieron para comprar el antiguo palacio de la familia Alcázar y posterior residencia de los condes de Miraflores de los Ángeles, donde las religiosas se instalaron para realizar su trabajo social en la ciudad.
Desde entonces, han sido 133 años en los que, con calor, con frío o con lluvia, las monjas no han dejado de salir a la calle un solo día y la convivencia estrecha incluso compartiendo habitación, ha hecho que la unidad entre ellas se haya fortalecido, aunque ahora juegue en su contra a la hora de evitar que la Covid haya llegado a su casa.
Y tanto juega en su contra, que el brote ha llegado al colegio que las hermanas gestionan en Sevilla, ya que una de las religiosas es la maestra de un aula que ha tenido que ser confinada.
“Lo raro es que no hayan caído antes”, dice Alberto al despedirse, mientras una segunda llamada al convento ya es imposible, porque desde que se supo que las monjas habían enfermado, los familiares, amigos y gente anónima se ponen en contacto con ellas a diario varias veces, solo para saber que siguen bien.