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Perdón

Rogar el perdón público se ha convertido, sorprendentemente, en una práctica bastante común en el inicio del milenio. Aunque la educación judeo cristiana...

Publicado: 03/02/2019 ·
23:03
· Actualizado: 03/02/2019 · 23:03
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Autor

Jorge Molina

Jorge Molina es periodista, escritor y guionista. Dirige el programa de radio sobre fútbol y cultura Pase de Página

Sevillaland

Una mirada a la fuerza sarcástica sobre lo que cualquier día ofrece Sevilla en las calles, es decir, en su alma

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Rogar el perdón público se ha convertido, sorprendentemente, en una práctica bastante común en el inicio del milenio. Aunque la educación judeo cristiana de casi todos los habitantes de Sevillaland pudiera hacer creer que excusarse y pedir disculpas debería venir de serie en el comportamiento, durante siglos se ha limitado tan humilde actitud al ámbito del confesionario, o de quien había sido pillado en pleno acto delictivo, penal o moral.

Leo que un jugador del SFC ruega perdón por un mal partido. O un miembro del Gobierno se excusa por lo que piensa, o al menos pensaba, sobre la Semana Santa; crítica opinión que, por cierto, expresa cualquier cofrade ortodoxo a poco que haya tomado unas cervezas o perdido las elecciones (las de su hermandad).

Nada de eso corresponde a la sinceridad, ni siquiera a la mansedumbre que propaga la religión dominante. Se trata de una forma de evitar que la turba te arrolle. Los errores son hoy como la sangre para los escualos que navegan por las redes sociales, a la espera de la menor oportunidad para desmembrar a quien, oh, comete un desliz, o siquiera realiza una broma al margen de la moral imperante.

Cuando las redes sociales emergieron la ingenuidad anunció la eclosión de democracia y libertad, sin sospechar que el viejo sistema capitalista sería capaz de mutar para convertir todo ese caudal de esperanza en una tubería bajo control. Y si no, fíjense en las propias elecciones de EEUU, saboteadas por hackers rusos; o facebook como botín de pillaje de los piratas.

Menos de esperar resultaba que las lapidaciones se retransmitan en directo, sin que nadie se percate de que la piedra que arroja junto a otros mil sobre la misma persona es, sencillamente, un linchamiento. Quien piense que se trata de libertad de expresión repare en cuántos usan insultos; seudónimos; argumentos resumibles en tres palabras; o emoticonos.

Porque aquí hemos llegado al quid de la opinión pública del arranque del milenio: el emoticono como alternativa al argumento, esa cosa tan plomiza que exige pensar previamente y, además, escribirla, bajo alto riesgo de cometer faltas de ortografía.

Porque a quien se le olvide colocar la hache en el pretérito perfecto compuesto, o caiga en la trampa de la v y la b, arteramente colocadas juntas en el teclado, ya sabe que le lloverá el granizo de la lapidación digital.

Y el perdón que ruegue a la comunidad virtual sólo servirá para confirmar su culpabilidad. La turba siempre tiene razón. 

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