El precio justo

Publicado: 22/04/2016
Una de las consecuencias que tiene el descontrol durante años en la administración pública en su parcela de contratación y, fruto de él, el colapso actual en los juzgados, es el haber pasado ahora al otro extremo, situado al borde de la parálisis
Una de las consecuencias que tiene el descontrol durante años en la administración pública en su parcela de contratación y, fruto de él, el colapso actual en los juzgados, es el haber pasado ahora al otro extremo, situado al borde de la parálisis. Esto es algo que solo entienden bien quienes allí trabajan o, en su caso, quienes dependen de la agilidad institucional porque son proveedores, contratistas o empresas prestadoras de servicios, todos ellos elementos productivos con personal y nóminas a las que hacer frente. El ciudadano siempre ha tenido conciencia de que todo se convierte en lento y espeso cuando tramita cualquier acción ante el típico funcionario de manguito, muy mejorado con respecto a la imagen que ofrecía hace años; no sabe, en cambio, lo que sucede hoy después de que un papel, expediente, petición, oferta de concurso público sella en registro de entrada y es depositado en la primera bandeja… Mientras el país, en letargo continuado, debate sobre la nada y nada se mueve, todo pende de eso, este jardín hoy desbroza otros matojos para situar el viaje del sistema al otro extremo. 

¿Qué hay de lo mío? Los españoles somos muy dados a los extremos, olvidamos con facilidad que en el punto de equilibrio está la virtud y también tendemos a criticar sin reflexionar el porqué de las cosas. Los humanos en general somos proclives a no dedicar un minuto a la autocrítica; en definitiva, nos va lo de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Viene al caso ante la situación por la que atraviesa la gestión de la administración pública española en general y, en particular, la local, resultado de una sucesión de hechos en los que el conjunto de la sociedad tiene, como en todo, su parte de culpa. Los políticos de los años ochenta del pasado siglo plantaron los cimientos y la estructura de una administración intervencionista, primero para cubrir las necesidades básicas y las carencias de la dictadura, lo cual derivó en el descubrimiento de la captación de votos vía promesas electorales, todas orientadas a aumentar la oferta de lo público. En paralelo, se cultivó la cultura del qué hay de lo mío, aumentando las exigencias a los consistorios, sin considerar costes ni, mucho menos, procesos legales, porque parecía que los ayuntamientos estaban obligados a dar cualquier servicio, a conceder cualquier subvención o ayuda pedida, a facilitar como fuera la llegada de inversores y a montar instalaciones de todo tipo en cada barrio. En definitiva, ante una petición ciudadana lo prioritario era satisfacerla, lo secundario el procedimiento y lo terciario su coste. Hace diez años nadie se cuestionaba la legalidad de una ayuda a una Hermandad o los beneficios a una empresa para facilitar su instalación o, aún más allá, la contratación a dedo a un familiar, lo cual incluso se veía socialmente como suerte ajena y no como lo que era, simple corrupción. 

Intervenidos. Desde la Constitución de 1978, el Estado vio mermada sus competencias, cediendo partes a las autonomías y los ayuntamientos ejercieron el papel de administración más cercana sin límite respecto a los servicios que podían prestar; la Ley les permitía asumir cualquiera que se considerase cubría una necesidad de los habitantes del municipio. Con esta situación, los alcaldes se quejaban que desde Madrid parecía como si no se hubiera interiorizado la autonomía municipal y los ayuntamientos eran considerados como el niño menor al que había que tutelar. El regalo, envenenado según entendidos en la materia, de los préstamos ICO y los Fondos de Ordenación por los que se facilitó liquidez para pagar las deudas con proveedores a cambio de un control férreo de los presupuestos municipales, en definitiva una intervención del Ministerio de Hacienda, con limitación de la autonomía municipal en la toma de decisiones, ha sido, además, el refuerzo del papel de los Interventores que, unos más que otros, utilizan lupa y microscopio ante cualquier expediente de contenido económico; además de exigir a los gestores informes varios sobre cada gasto, por nimio que sea. 

Investigados. Los técnicos son ese gremio de empleados públicos de los que depende, en gran medida, la gestión administrativa, ellos reciben la orden del político y a ellos les toca ejecutarla; son los autores de los informes necesarios en todo expediente y todo ello bajo la presión que ejercen los ciudadanos al político y estos sobre ellos. Para cerrar el círculo, los sindicatos se han encargando de achicar las diferencias salariales sin correlación, en general en todas las administraciones locales, al nivel de responsabilidad de cada uno y con la crisis el foco de las reducciones salariales se ha centrado siempre en los sueldos más altos, sin aparejar una reducción en la asunción de responsabilidad ni en el grado de dedicación a lo público y esto, indefectiblemente, lleva a la desmotivación. Poca diferencia salarial pero mucha en cuanto a responsabilidad, para entenderse. Además, la judicialización de la vida pública, con instrucciones que, de entrada, imputan o investigan sin miramientos, sin consideración y ante el juez el político no tiene reparo alguno en apuntar al técnico como único responsables porque, llegado a ese punto, es maestro en argumentar que solo pasaba por allí y de casualidad, que en ningún caso participó jamás en nada… Lo vemos a diario.

Esto lleva a lo de hoy; ante el encarcelamiento de gobernantes, con linchamiento popular incluido, ningún político firma nada si no está parapetado por uno o, mejor, dos informes que les permita dejar claro que firman porque un técnico dice que todo es correcto, lo cual está provocando que para que un técnico lo firme lo haga sin incluir conclusión alguna sobre la corrección del expediente o, incluso, requiera que previamente otro técnico se pronuncie. Lo que se llama informar sobre un informe. La leche. 

La parálisis. La suma de todo lo anterior está ofreciendo como resultado administraciones casi paralizadas, en estado de pánico, con procedimientos que, lejos de haberse simplificado, se han complicado con los requerimientos de múltiples informes, con continuos pases de pelota de un departamento a otro, con eternas disquisiciones sobre a quién le corresponde asumir la tramitación, con informe del informe del informe, con advertencias de los Interventores, algunas cuestionando hasta lo incuestionable y, otras, llenas de razón, con estudio profuso de cualquier extremo que en ocasiones lleva meses de tramitación porque lo que realmente se analiza no es cómo solucionar el problema sino cómo cubrir las espaldas del que lo estudia. En definitiva, un expediente que hasta hace poco podía resolverse en unas pocas semanas ahora lleva meses. Y el ciudadano que espera la resolución, desespera y concluye, con razón, sobre la inoperancia de la administración mientras lee en la prensa una nueva noticia sobre algún funcionario investigado y arremete contra él mientras mueve el azúcar de su café y recuerda qué tiempos aquellos en los que todo funcionaba mucho mejor y podía conseguir casi cualquier cosa con solo pedirlo. Y lo de antes tenía un precio, pero lo de hoy sale tanto o más caro. A saber el precio justo de  cada extremo, de los cuales ya se sabe lo que se dice.

¿Los alcaldes? Son muchas veces prisioneros en sus despachos porque al casi nulo margen de maniobra que les queda ante los escasos recursos que manejan descotados gastos se une la limitación para cualquier trámite administrativo y, de ello, una gestión atascada, cara y atascada, para nada acorde con un mundo veloz, que gira deprisa y ante el que la administración pública, que es la que nos gestiona y representa a todos, se muestra a día de hoy lenta y peligrosamente ineficaz.

Bomarzo

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