Ninguna de las acepciones que recoge el diccionario de la RAE sobre la palabra arte, vincula este vocablo con la violencia, la crueldad o la tortura. Solamente en culturas remotas se sacrificaban toros a los dioses por ser símbolos de fuerza y virilidad. Pero se hacía con una ejecución rápida y sin suplicio. Fue mucho más tarde, en los albores del siglo XV, cuando el toro pasó a formar parte de espectáculos sangrientos, precedidos por ultraje y maltrato. De ahí proviene lo que hoy conocemos como festejos taurinos.
Que los tiempos cambian es algo que no se nos escapa a nadie. Yo mismo presencié una corrida de Ruiz Miguel en el coso de La Isla hace 54 años, de la que tuve metida en formol como recuerdo durante algún tiempo, una de las orejas que cortó y que cayó en mis manos. Por cierto, al cogerla al vuelo me salpicó de sangre la camisa blanca que llevaba puesta ese día. Desde entonces no he vuelto a pisar una plaza de toros si no ha sido para asistir a algún concierto musical.
Valga este preámbulo para narrar como contemplo a día de hoy, esta tradición tan arraigada en el costumbrismo de nuestro pueblo.
Mozuelo no había pisado en su vida las tierras de Andalucía. Él era castellano: de Salamanca. Creció al regazo de un paraje pastoril y su infancia fue un vergel de felicidad donde los días discurrían plácidamente. Correteaba a través de olmos y chaparros y se refrescaba en las aguas transparentes del riachuelo. La naturaleza marcaba las pautas y nada alteraba la armonía en aquellos predios. El sosiego reinaba en el lugar y los únicos sonidos que alteraban la quietud eran el trino de las aves y el relincho de algún caballo compungido.
Cumplidos los tres años, una brillante mañana de primavera fue seleccionado junto a otros cinco ejemplares de la ganadería para viajar a Sevilla. Al llegar a su destino lo bajaron del transporte y lo condujeron junto a los demás a un pequeño recinto sin más vegetación que las heces de sus propias deposiciones. Pasadas unas horas, el chirrido de un cerrojo accionó una puerta que cruzó en busca de la libertad incautada. Sin posibilidad de retorno, desembocó en un espacio abierto donde el sol lo aguardaba para cegarlo y desorientarlo.
Mozuelo atemorizado, corrió sin brújula sobre aquel arenal de muerte acometiendo todo lo que le salía al paso. Todo sucedió muy rápido. Primero un traje de brillo centelleante lo dribló hasta fatigarlo. Luego lanzaron sus seiscientos kilos contra un muro con cuatro patas que le luxó el cráneo, las cervicales y la médula. Desde ese mismo caballo le clavaron una puya que destrozó sus músculos trapecio y romboide ocasionándole una enorme hemorragia. Antes de reponerse del horrible dolor, la herida sufrida en el lomo se vio penetrada por seis arpones de hierro prendidos de unos palos que cuelgan oscilantes para desgarrar aún más la llaga, recrudeciendo e intensificando el flujo sanguíneo de su lacerada anatomía. Esa figura gallarda apenas diez minutos atrás, se convirtió en un grotesco espantajo teñido de rojo. Tras un rato en continua persecución sobre un trapo provocador, una hoja de acero de80 centímetros de largo entró en su cuerpo atravesando la pleura, el hígado, los pulmones y la aorta. La boca y el hocico del animal se inundaron de sangre azul y cayó sobre sus rodillas. Humillado y con la vista nublada, aún sufrió la agresión de otro acero en la cabeza que acabó por partirle la nuca. A punto de exhalar el último suspiro, padeció la amputación de las orejas y el rabo. En los estertores del fin, miró arriba y vio borroso un graderío de pie agitando pañuelos mientras vociferaba palabras que él no entendía y añoró el olor de la yerba y el brillo de la luna en los campos de Salamanca.
Por fin, su noble bravura lo abandonó sin llegar a entender por qué en el siglo XXI al suplicio le llaman arte.