Uno de los personajes que en toda la historia de la provincia de Jaén han alcanzado mayor proyección exterior y rango (hasta el supremo de rey) es Ibn al-Ahmar (castellanizado como Alhamar), quien se convirtió en el soberano que denominamos Muhammad Icuando en 1232 se proclamó emir en Arjona. Fundó así una dinastía que, contra todo pronóstico por las complicadísimas circunstancias en las que surgió y después afrontó, iba a perdurar 260 años (una de las más longevas de la historia peninsular islámica o cristiana hasta hoy).
Ibn al-Ahmar había nacido en 1195 en Arjona en una familia agraria y guerrera. Destacó por su valentía y capacidad militar, inteligencia, carisma religioso y sencillez. Según sus biógrafos, “desdeñaba la vida tranquila y ociosa y prefería la rudeza y la pobreza; sobrio en la comida, nada afectado, sencillo en las armas; menospreciaba la presunción, era buen amigo para sus parientes, bienhechor de su gente”.
Ya en 1233, Muhammad I estableció su capital en Yayyán (Jaén) tras anexionar la ciudad a sus dominios a petición de sus habitantes, encabezados por el caudillo de la ciudad, Ibn Sanadid, que se convirtió en visir del Emir. No era la primera vez que Jaén era capital estatal desde que naciera como verdadera ciudad hacia comienzos del s. IX (cuando los emires Omeyas trasladaron a ella la capital de la cora/provincia de Yayyán, que antes estaba en Mantisa/La Guardia). La ciudad también había alcanzado ese honor de sede de un estado independiente en dos ocasiones: en los reinos de taifa (s. XI) con un breve y limitado episodio de autonomía-rebeldía y otra segunda vez a mediados del s. XII, con más solidez y fuerza pues entonces se mantuvo independiente un decenio, en resistencia ante el avance de los Almohades, poderosos señores del Magrib.
Pero en esta tercera ocasión, con Ibn al-Ahmar la capitalidad logró mayor importancia e impacto en la historia posterior. Fue el estribo sobre el que el nuevo soberano se apoyó para fortalecer su incipiente poder y consolidar su naciente reino mediante la extensión de sus dominios. Desde Jaén se apoderó de Porcuna, Carmona, Córdoba y Sevilla (aunque al año perdió Córdoba; Sevilla en solo un mes). En 1238 entró en Granada a llamada de sus dirigentes y el mismo año consiguió Almería y Málaga. Desde ese momento se estableció definitivamente en Granada y, así, la capital se trasladó a ella desde Jaén, ya definitivamente hasta el final de la dinastía en 1492.
Durante el periodo que Jaén fue la capital del Emirato Nazarí, Muhammad I emprendió obras para mejorar y aumentar sus fortificaciones hasta hacerla inexpugnable. Además y como símbolo de soberanía, acuñó moneda con ceca de Jaén, una de las pocas ocasiones en la historia que la ciudad de Jaén ha emitido moneda. También en Jaén nacieron algunos de sus cinco hijos, principalmente el heredero y segundo emir de la dinastía, Muhammad II (habido con su esposa y prima hermana Aisa), que vivió sus casi tres primeros años de vida en Jaén.
Uno de los capítulos más amargos de su vida fue, precisamente, rendir Jaén al enemigo. La inexpugnabilidad legendaria de Yayyán que Muhammad I había reforzado la mantuvo a salvo de sus atacantes y ni siquiera el poderoso ejército de Fernando III consiguió conquistarla por la fuerza sino que se vio finalmente obligado a mantener un durísimo asedio. Ante la imposibilidad de socorrer a la población, al borde de la muerte por inanición, Muhammad I tomó en 1246 la estratégica decisión de entregar la ciudad al rey castellano-leonés. A cambio, salvó a los exhaustos jaeneses y consiguió un largo periodo de paz que le permitió fortificar las fronteras, consolidar el Estado y desarrollar su organización. Con el sacrificio de Jaén logró la supervivencia inmediata del Estado nazarí; lo que no pudo ver Ibn al-Ahmar es que, gracias a su sabia decisión, al-Andalus perduró hasta 1492.
En el interior, impuso el orden público, persiguió la corrupción, controló rigurosamente la recaudación de los impuestos sin apropiarse de nada para sí mismo ni actuar con favoritismo, consiguiendo así una hacienda saneada. Para perseguir las injusticias y escuchar cualquier petición de los súbditos, concedía una audiencia general dos días a la semana, en las que también recibía a los embajadores, consultaba a sus consejeros y asistían los cadíes supremos y altos funcionarios. También tuvo que enfrentarse a una sublevación interna de una poderosa familia, también originaria de Arjona.
Consciente de que la lucha era desigual ante los grandes reinos cristianos de Castilla y Aragón, recurrió a una táctica de trascendentales consecuencias posteriores para al-Andalus y los reinos cristianos: solicitar ayuda a los Benimerines de Fez.
Entre las grandes obras de Ibn al-Ahmar está el monumento más visitado de España y de los mayores del mundo, la Alhambra (“La Roja”; también su apellido al-Ahmar significa “El Rojo”; del mismo color rojo fue su bandera, emblema, vestimenta y hasta el papel oficial de la chancillería nazarí). Aunque sus sucesores ampliaron y embellecieron extraordinariamente la Alhambra, fue el jaenés quien comenzó a construirla en 1238-1239 como nueva sede de su gobierno y residencia de su amplísima parentela y allegados jaeneses. Como epónimo, también legó a la dinastía su doble denominación a partir de dos de sus apellidos, Nasr y al-Ahmar: Banu Nasr (Nasríes=Nazaríes) o Banu l-Ahmar. También legó el lema dinástico, miles de veces escrito en los muros de la Alhambra y en otras construcciones o espacios, objetos, libros, manifestaciones artísticas, etc.: Wa-la galib illa Allah (Solo Dios es vencedor), derivado de su laqab (sobrenombre honorífico) al-Galibbi-Allah: “el Vencedor por [la gracia de] Dios”.
Murió en 1273 muy longevo (77 años), por una caída de su caballo (genio y figura…) a la afueras de Granada, donde fue enterrado tras un extenso reinado de 40 años en el que una de sus piedras angulares fue la ciudad de Jaén doblemente: como capital y como perla sacrificada para la pervivencia.
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