La Taberna de los Sabios

El monstruo que conformamos

El engendro que hemos parido con los jirones de nuestras pasiones es ya ingobernable

Publicado: 12/11/2019 ·
21:31
· Actualizado: 12/11/2019 · 21:31
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Autor

Manuel Pimentel

El autor del blog, Manuel Pimentel, es editor y escritor. Ex ministro de Trabajo y Asuntos Sociales

La Taberna de los Sabios

En tiempos de vértigo, los sabios de la taberna apuran su copa porque saben que pese a todo, merece la pena vivir

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Las elecciones son el espejo en el que nos reflejamos. Votamos como somos y los que somos se nos muestra descarnado en el resultado de esas urnas que llenamos con nuestros miedos, sueños y anhelos. Nuestra desgracia radica en que, precisamente, eso que vemos reflejado en el azogue no nos gusta nada, pero nada de nada, vamos. Por eso, tras mirarnos en el espejo cierto de nuestras elecciones, sentimos el impulso casi irresistible de romper ese traidor cristal de vanidades.Es nuestro drama, nuestro trauma. No nos gustamos. No, peor aún, odiamos como somos. Como no votamos a quién amamos, sino contra quién odiamos, necesariamente el maldito espejo en el que hemos de vernos reflejados nos muestra inmisericorde un espantapájaros remendando de rencillas, un Frankenstein cosido de recelos. Ese no soy yo, pensamos. Pero lo somos, vive Dios que lo somos. Hemos podido leer en las redes, a lo largo de la agónica campaña pasada, mil mensajes del tipo: no sé lo que quiero, pero sí sé lo que no quiero. Pues bien, así funciona nuestra sociología política, a la inversa, y así seguirá funcionando por sécula seculorum.No tendremos remedio mientras no comencemos a amarnos un poco a nosotros mismos.

No nos gustaba el bipartidismo. Pues bien, decidimos pasar página y hemos troceado al hemiciclo hasta convertirlo en un puzle de aquellos de Educa tan complicados. Y ahora nos quejamos porque resulta ingobernable, una babel de egos y programas irreconciliables con un mínimo programa común. Como estamos enfadados con nosotros mismos, culpamos a los mismos políticos que elegimos por el simple hecho de reflejar lo que somos. Los llamamos radicales porque se comportan con nuestra radicalidad, los descalificamos como incapaces de alcanzar de acuerdos cuando nosotros dejaríamos de votarles si así lo hicieran por traidores. Al enemigo, ni agua. Y claro, así estamos como estamos, enfadados con los demás, pero sobre todo con los nuestros porque no son lo suficientemente duros ni firmes. Leña al mono, que clamamos.

Nuestra congénita tendencia hacia la autodestrucción se sublima en los independentismos, capaces de dispararse al pie en pos de la quimera de una independencia que no les llegará jamás, porque, aunque no nos guste, vivimos en una sólida democracia constitucional en la que nuestro futuro se dilucidará con el voto de todos, y no sólo de unos pocos. Derecho a decidir, sí, pero el de todos. Y, como somos más los que no queremos que nos roben nuestro derecho a votar, la independencia a las bravas, como pretenden, no es otra cosa que un ensueño que derivará, desgraciadamente, en pesadilla.

Nos miramos en el espejo de nuestros votos y vemos a un monstruo al que odiamos, pero que, nos guste o no, somos nosotros mismos. Lo miramos y nos inspira un hondo temor. Ese engendro es capaz de cualquier cosa. Nos asustamos de nosotros mismos y hacemos bien en hacerlo, porque acumulamos a nuestras espaldas el récord absoluto de guerras inciviles. Como nos odiamos, sólo encontramos consuelo cuando nos destruimos. Y si, Dios no lo quiera, una nueva crisis económica se cebara sobre nosotros, se nos agriaría la mala leche que rezumamos. El monstruo que somos rugiría entonces contra el único enemigo al que reconoce y que es su propio corazón, porque somos nosotros mismos los que conformamos a esa fiera de dientes afilados y hambre ancestral.

El engendro que hemos parido con los jirones de nuestras pasiones es ya ingobernable. Preparémonos porque se prepara para destruirnos, porque, y es nuestro sino, tampoco nosotros le gustamos a él.

 

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