En el territorio hostil de la naturaleza virgen, hay un temor que empapa al habitante. Es el miedo a morir, a ser atacado, a la vida salvaje. Doñana hizo pasar por ese trance a quien vivía en ella. Allí han vivido animales que matan, todavía existen algunos.
Sin embargo, para sorpresa de muchos, el animal que más muerte y enfermedad ha causado en Doñana y su entorno se fulmina de un manotazo: el mosquito. Causa una sonrisa hasta que desvelamos que se trata del mosquito del paludismo. Entonces el gesto cambia.
Hasta los años 60 no fue declarada como desaparecida la malaria, que es lo mismo que el paludismo, en la comarca de Doñana. La produce un parásito que transmite la hembra del mosquito Anófeles por picadura. Tal bicho, no obstante, está reconocido como responsable en buena parte de la virgnidad del extenso paraje. Pocos querían vivir en esas tierras encharcadizas donde los mosquitos te marcaban la vida.
Es más, en la reserva de la Dehesa de Abajo (La Puebla del Río) existe un monumento al mosquito de la malaria, obra de José Manuel Díaz Cerpa Vichero. En su base se lee una frase del ‘padre’ de Doñana, José Antonio Valverde, que aclara el concepto: «La marisma tuvo como guardián un cancerbero con mil millones de cabezas».
Tampoco existe el recuento de las posibles muertes por cogida de toro en la marisma. El totémico animal ha sido parte de este paisaje siempre, ya se trate de de una de las razas silvestres del parque, la marismeña, propia del interior del coto; o bien el de lidia, más de la marisma.
Famosas ganaderías de bravo han tenido sitio en la marisma. En la Vuelta del Cojo se veían los toros de Tomás Pérez de la Concha, y en La Abundancia, los Concha y Sierra. Esta última divisa tuvo como símbolo algo muy parecido a lo que hoy es la célebre arroba.
Como cuenta Mariano Cifuentes, «en el siglo XIX, surgen en la marisma las ganaderías de Miura, Saltillo, Pablo Romero, Ibarra, Parladé, Santa Coloma, Concha y Sierra, Anastasio Martín y algunas más. Los vazqueños de los tatarasobrinos de don Vicente José Vázquez en Hato Blanco y los gallardos de Pablo Romero al lado, en Partido de Resina».
Si un toro de lidia es marismeño al máximo es el de José Escobar, el dueño del cortijo Isla Mínima. Compró a Graciliano Pérez Tabernero la casi totalidad de su ganadería salmantina. Los trajo en tren hasta Salteras, y de ahí andando a las cercanías de Isla Mayor. Durante décadas se vio el perfil de estos temibles colosos en el llano marismeño.
El animal que todavía hoy puede matar en Doñana es la víbora hocicuda. Este reptil doñanero ha motivado por ello una curiosa tradición, un antídoto casero que se llama piedra viborera.
El color de la víbora hocicuda varía desde los grises claros a los pardos oscuros, con la banda vertebral siempre oscura ribeteada de negro, haciendo forma de zig-zag o de rosario. Los laterales tienen grandes manchas oscuras y el extremo de la cola amarillo. Sus pupilas son verticales y la cabeza triangular con el hocico ligeramente levantado, dándole la característica de donde viene su nombre. Su tamaño es de 50 a 75 cm.
La piedra viborera es la roseta de un cuerno de venado, que sirve de antídoto después del siguiente proceso: «La piedra se tiene una cuarentena en vinagre de yema, después una luna y media en tierra virgen (la blanca, la que está pegando a los manantiales de agua). Se saca de la tierra y se tiene otra cuarentena en el mismo vinagre de yema. Se saca y se hierve en un litro de leche hasta que toda la leche se consuma en un cacharro de barro nuevo. Ese es su aliño». Así lo cuenta Juan Domínguez Domínguez, guarda de larga casta.
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