Cien años para volver atrás

Publicado: 13/10/2020
Autor

Rafael Sanmartín

Rafael Sanmartín es periodista y escritor. Estudios de periodismo, filosofía, historia y márketing. Trabajos en prensa, radio y TV

Patio de monipodio

Con su amplia experiencia como periodista, escritor y conferenciante, el autor expone sus puntos de vista de la actualidad

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Un tranvía no embellece a una ciudad aunque lo tengan en Los Ángeles, ciudad de grandes avenidas. Menos aún convertido en gigantesco gusano pintado...
La ciudad la hacen los ciudadanos; los ayuntamientos crean el problema al incidir en su formación. El Ayuntamiento es administrador, ente frío incapaz de ir más allá de tomar medidas, cuando no aplica criterios arbitrarios y rompe la armonía de un conjunto arquitectónico, no necesariamente monumental, pero equilibrado. Los ciudadanos, quienes construyen un palacio y quienes viven en un suburbio, le dan forma física, humana y espiritual. Machado, el menor de los hermanos dependiente de la fuerza hidráulica que acompaña a unas faldas, erró: toda ciudad está hecha por sus ciudadanos, sin los cuales no sería esa ciudad. Sevilla, también, como todas las demás. Si esta ciudad está empezando a parecerse cada vez menos a sí misma, se debe a otras razones, a otros elementos. Por ejemplo, al sentimiento de “antiguo”, el pecado de aplicarse el rol que se le asigna y buscar “toques de modernidad” dentro del conjunto estético conformado por el recinto histórico. “Esos toques de modernidad” carecen de profundidad en una ciudad profunda, hecha a medida de una filosofía, de una cultura. Cuando el sevillano se traga el cuento se queda en lo accesorio y abandona lo sustancial. Eso está ocurriendo y la responsabilidad es íntegra de los ayuntamientos regidos desde los partidos centralistas, ajenos a la peculiaridad, al valor intrínseco de una ciudad a la que pavimentos de cemento o farolas de carretera están muy lejos de beneficiarla.


Un tranvía no embellece a una ciudad aunque lo tengan en Los Ángeles, ciudad de grandes avenidas. Menos aún convertido en gigantesco gusano pintado, para lucir publicidad junto a la Catedral e incumplir la prohibición de exhibir publicidad en zonas monumentales. Un tranvía puede tomarse de atractivo turístico; eso requiere centrarlo en un lugar muy concreto y específico para que pueda servir a ese fin sin destruir ni siquiera dificultar el motivo por el que esa zona ha ganado atractivo. Pero, como medio de transporte es obsoleto aunque sus vagones tuvieran diseño futurista. Y lento. Y molesto. Por ambas razones, nefasto, rayano en la inutilidad.


El transporte que no sirve para llegar antes sin impedir que los demás puedan llegar a su hora, no es un “medio”, es un estorbo. Una fijación obsesiva y sospechosa. Bien de incapacidad, y la incapacidad incapacita, bien de algo peor en lo que es preferible no tener que pensar. Y que también incapacita. Ninguna obsesión sirve para mejorar y el tranvía a Santa Justa no va a facilitar el traslado, menos aún frente a un tren que hace ese recorrido en tres minutos, pero va a perjudicar, y mucho, al tráfico y a la tensión nerviosa. Un tranvía hasta Santa Justa es absolutamente incapaz de motivar a dejar el coche en casa, pues la gran mayoría de viajeros no parten de la Plaza Nueva ni del Prado. Y porque hay otros muchos caminos necesitados de alternativas.


El lento tranvía no pasa de gasto superfluo, burdo intento de engañar a los sevillanos mientras, con su dinero, el que la ciudad necesita para otros menesteres más perentorios y útiles, disfrazar, ayudar a la falta de inversión por la Junta y el Gobierno central. Que de centralismo a base de espadas ya estamos colmados.

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