A los diecisiete años el salpicadero del coche incrustado en su pecho se lo llevó para siempre. Con la ayuda del cinturón (que llaman) de seguridad. Por supuesto. El cinturón de las estadísticas; que cuando aseguran: “el 35% no llevaba puesto el cinturón”, omiten decir “el 65% de las víctimas sí llevaba puesto el cinturón”. La suma es ciencia exacta.
​Pero se obliga para acostumbrar. Es tarea obsesiva de gobernantes, desde el principio de la historia: dominar, doblegar al gobernado, convertirlo en súbdito haciéndole creer ciudadano; encubrir la dictadura con una capa de formalidad democrática. Ahí se justifican leyes con que saltarse preceptos constitucionales, al más puro estilo “Saló”. Ahí se justifica la absurdidad de otras, tramadas exclusivamente para acostumbrar a obedecer, a promover la sumisión, de las que el cambio de hora o el cinturón de (in)seguridad sólo son vistosas muestras.
​Racionalizar no es “ir contra los coches”, como ha reconocido algún político falsamente ecologista, seguramente afectado de peligroso trauma infantil. “Ir contra los coches” no es ir contra una máquina, acto ya suficientemente irracional, en sí mismo. Es perjudicar a personas, arriesgar su seguridad, aldesquiciar sus nervios. Todo, porque en el fondo (y no demasiado abajo) se mantiene el indisimulado placer de percepción económica. La solución a los problemas de tráfico radica en la educación, pese a que una inmensa mayoría sólo reaccione ante las multas. Si el objetivo sancionador no fuera exclusivamente recaudatorio, se sancionaría por tocar el claxon, por detenerse en los cruces, por parar para hablar desde la ventanilla… pero no son acciones tan cómodas como el radar o dejar papeles en el parabrisas.
​Pobres todos, sufridores de un tráfico que ningún político quiere resolver. Ir “contra los coches”, es ir contra los conductores. Y contra una industria necesaria siempre, mucho más en un momento como el que vivimos, gracias, también, al desinterés planificador, racionalizador, de unos gobiernos, de unos partidos entregados a la voluntad de diez grandes corporaciones. Pobres todos nosotros, directos a la miseria que precede a la esclavitud, para engordar las cuentas de los creadores de este cambio de ciclo con débil piel de crisis.
​Durante años se han ido aplicando leyes estúpidas, con el único objetivo de simular una preocupación radicalmente opuesta a su motivación, para acostumbrarnos a obedecer sumisamente. Han creado un espejismo económico, conscientes de la dificultad generalizada para adaptarse a lo menos, después de haber disfrutadolo más. Dispuesto todo en tan rebuscado doble sentido, es más fácil dominarnos, para disponer de manos libres con que alargar esta supuesta crisis y engordar las cuentas de los más poderosos a costa de los menos pudientes. Subir los impuestos, en vez de crear empleo, sólo sirve para reducir el consumo. Y los políticos pueden ser cualquier cosa menos tontos; por tanto, lo saben. Pero se impone su obsesión recaudatoria, incapaces de forzar a los que tienen. Es decir, a quienes mandan.
​Lo de menos son las víctimas. Algún muerto más, al fin y al cabo, sólo es un estómago menos. Saló.
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