Notas de un lector

Corazón palpable

Eel lector tiene la ocasión de acercarse a un cántico que destaca por renombrar las soledades, por cantar los remordimientos, por conjurar la melancolía

“Son tantos/ los que han de saltar a la batalla/ y herirme/ a muerte”, dejó escrito Miyó Vestrini en su poema “De letanías y pocas virtudes”. Ese fenecimiento que rondó su día a día tantas veces, se hizo realidad tras una sobredosis de ansiolíticos. Su suicidio ponía fin a una vida plena de contrariedades, temores, pequeñas dichas y atormentadas pasiones.

Nacida en Nimes en 1938, Miyó Vestrini emigró a Venezuela a los nueve años. Desde muy joven, mostró inclinación por los escenarios y ambientes literarios. En la década de los sesenta se establece en Caracas y alterna su vocación poética con la periodística. Colabora con asiduidad en diferentes diarios y revistas y, en 1971, publica su primer poemario, “Las historias de Giovanna”. Cuatro años después, ve la luz “El invierno próximo” y en 1986 y 1994 “Pocas virtudes” y “Valiente ciudadano” respectivamente.

Estos dos últimos títulos acaban de editarse reunidos en la editorial Torremozas con un ilustrativo prefacio de Deisa Tramarias. En él, además de conocer las inquietantes vicisitudes que acompañaron el acontecer de la poetisa, se hace un breve recorrido por las claves de su obra: “Lejos de ser una damisela en peligro, Vestrini irrumpe en los ámbitos culturales nacionales para dar parte de lo femenino desde lo visceral y desgarrador”.

Ahora, el lector tiene la ocasión de acercarse a un cántico que destaca por renombrar las soledades, por cantar los remordimientos, por conjurar la melancolía, por respirar la lluvia, por mirar, al cabo, de frente y con valentía la complejidad del universo. Miyó Vestrini fue visionaria con respecto a su destino. Se supo herida y sensible, solidaria y firme en sus convicciones, y desde la atalaya de su inteligente feminidad cargó contra la injusticia, la desigualdad y la incultura.

En “Pocas virtudes”, su decir tiene un doliente hálito de abandono, de involuntario destierro. Muchos de sus versos llevan el estigma del desánimo, de cierta impotencia e indecisión: “Cuando levanto la cabeza/ de madrugada/ es un corazón palpable/ estruendoso/ asfixiante/ ocupando él sólo toda la habitación,/ trepando hacia la ventana/ como para escapar y cambiar de sitio”. Pero también dejó espacio para la crítica, para el compromiso, para la censura contra la ostentación de la clase política: “Nada sentimentales/ los poderosos/ Nada amables/ los poderosos/ Nada sinceros/ los poderosos/ Nada sensibles/ los poderosos/ Eso sí/ rancios/ ejecutantes/ vivisectores/ graciosos/ ostrones/ los poderosos”.

Su condición de solitaria va siendo cada vez más intensa y en algunos de estos textos ya puede adivinarse su trágica deriva: “Pero el tiempo dedicado a la espera/ se me va entre los dedos./ Ya no es necesario inventar nada/ salvo esta terca soledad”.

Tres años después de su muerte, se publicó “Valiente ciudadano”. En aquel libro, su abismo personal va agrandándose y su adiós se torna anunciada crónica. El lenguaje es más directo, descarnado en ocasiones, vengativo en otras, mas con la precisa intención de ajustar cuentas: “Vete a la mierda/ me dijo mi madre/ cuando le reclamé todo esto./ Se dio la vuelta hacia la pared y murió./ Ocupé su sitio/ detrás de la mesa/ y dejé que peinaran mi cabello”.

Un volumen, en suma, vívido y latidor, donde semece el eco de una voz lúcida y honesta: “Cada día,/ me digo:/ hay que conformarse con los sitios/ regresar a ellos/, porque allí, alguna vez,/ se habrá de morir”.

 

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