Nada pareciera más sólido que el cálido cobijo que ofrece el hogar. Entre sus paredes, el ser humano se mira, se hace conciencia y madura como juez de su mismo devenir existencial.
A lo largo de la historia, la casa ha mantenido distintas simbologías, dependiendo de los rituales y costumbres de cada continente; si bien, el nexo común que aglutina el concepto de morada sería el del paso inexorable del tiempo, la certidumbre memorialística y evocadora de cuanto vivieron sus habitantes.
Y traigo a colación estas reflexiones, tras la apasionante lectura de “La casa” (kalandraka. Pontevedra, 2017), de J. Patrick Lewis. Envuelto en las bellísimas ilustraciones hiperrealistas del fiorentinoRoberto Innocenti-premio “Hans Christian Andersen” de 2008- y la certera traducción de Silvia Pérez, el volumen ofrece una emotiva y nostálgica historia sobre el renacer de una antigua vivienda en cuyo dintel puede leerse el año de su construcción 1656: “La hicieron de piedra y madera, pero con el paso del tiempo, sus ventanas comenzaron a ver y sus cornisas a oír. Vio crecer familias y caer árboles. Oyó risas y disparos, conoció tormentas, martillos y sierras y, finalmente, fue abandonada. Mucho tiempo después, un día, unos niños se aventuraron bajo su sombra buscando setas y castañas, y volvió a nacer con el amanecer de la edad moderna. Esta es su historia durante el siglo veinte, contada desde lo alto de una vieja colina”.
Y en efecto, con el despertar delsiglo, se inicia el relato de esta edificación cuyos refundadores llenan de mimo y de humano ímpetu. Allí se celebra la alegría de la Pascua, del Amor, del nacimiento de un hijo…, mas también surge el dolor de la Primera Guerra Mundial, la muerte, el helor de la nieve… Y aquel refugio donde antaño sólo cupiese la dicha, se va tiñendo de sombras.
Tras el declive regresa la plenitud, y vuelven a iluminarse los perfiles de las estancias, y el estío y la recogida del trigo y el brillor del cielo alumbran las piedras más oscuras. Pero, otra vez, el desconsuelo. 1944. “¿De quién es esta guerra que dura mil lunas?”.
Y dos décadas después, la ausencia, el luto y la soledad, y la muerte de la última protagonista de la estirpe. “Una casa sin corazón es como una flor reseca. Y las campanas doblan tristes, diciendo adiós”.
Poco a poco, el lector irá sintiendo como suyo el aroma de aquel espacio, la verdad de unhogar que habitaran y que se ha tornado lejana realidad; aunque no se rinde, pues sigue luchando para que alguien la reencuentre: “El musgo la cubre y está sola, prisionera de su memoria. Los animales, el viento y la lluvia son su compañía; sus tejas, y sus piedras caen y desaparecen rodando”.
Apuntalada por la desposesión, por las pérdidas, su inventario de vivencias se torna elegía y sus recuerdos se sostienen plenos de melancolía.
“¿Dónde está la casa de las veinte mil historias?. Ya no se reconoce en su nueva forma”, una moderna construcción del siglo XXI, que, sin embargo, guardará por siempre y bajo su suelo, el paraíso perdido y reencontrado de la memoria ya tristeada, ya feliz.