Edith Wharton. Francia combatiente

Publicado: 02/07/2009
Hace escasas fechas, fallecía en Francia el último combatiente francés de la Primera Guerra Mundial, Lazare Ponticelli, a los 110 años de edad. Tras negarse en repetidas ocasiones a toda ceremonia póstuma oficial, acabó aceptando un “funeral nacional sin algarabía ni desfiles” y una “misa en honor a sus camaradas muertos –ocho millones y medio de franceses que fueron movilizados entonces-, en ese horror de guerra”, a los que prometió “no olvidar nunca”. Pocos testigos quedan ya -a día de hoy, sólo tres supervivientes-, que puedan recordar el infierno de las trincheras y los combates esporádicos, de los ataques con gas, de los bombarderos, los lanzallamas y el terror constante de aquella contienda, que sin duda alguna forjó una nueva imagen del mundo en la mente colectiva.

Sin embargo, muchos de los que se encontraban allí, eligieron la escritura no sólo para contar al mundo el horror al que asistían sino como única manera de seguir viviendo. Así lo hizo, por ejemplo, la escritora neoyorquina Edith Wharton (1862-1937), a través de diversos ensayos y artículos que escribió para la Scribner´s Magazine y que ahora han sido recogidos en un precioso libro titulado “Francia combatiente” editado por Impedimenta, y traducido de manera brillante por Pilar Adón.
En 1914, año en que estalló el conflicto, Edith Wharton gozaba ya de un notable prestigio como novelista. Considerada por algunos como "la historiadora de la sociedad americana de su tiempo", había comenzado a relacionarse con la literatura desde su temprana adolescencia. Nacida en el seno de una adinerada familia de Nueva York, fue educada por institutrices y pasó gran parte de su infancia viajando por Europa. Con veinticinco años contrajo matrimonio con el banquero Edward Wharton, del que adoptó el apellido y del que terminaría divorciándose años después. En 1905 publicó su primera novela, "La casa de la alegría". En 1910 se instaló en París, donde se convirtió en discípula y amiga de Henry James. No es difícil imaginar, pues, el horror que supuso para ella la invasión de Francia -el país que más amaba-, por los alemanes.

A principios de 1915, la Cruz Roja francesa le pidió que informara sobre las necesidades de los hospitales de campaña. Era una época en que los corresponsales extranjeros estaban excluidos de la zona de combate, pero ella abandonó su apartamento parisino para visitar, en seis apasionantes expediciones, el frente de batalla en que se decidía el destino de Europa. De Dunkerque a Belfort, pasando por Abadón, Alsacia, Lorena y Los Vosgos la escritora utilizará sus contactos para acercarse lo más posible a las trincheras y descubrir el terror, el coraje o la épica, hasta llegar a reconocer, como desconcertada espectadora, “la absoluta imposibilidad de llegar siquiera a imaginar cómo se desarrollan realmente las cosas en el frente”.
Al final del conflicto, su constante apoyo a la causa francesa la haría merecedora de la Cruz de la Legión de Honor, pero su testimonio de la Gran Guerra quedará para siempre, tal y como afirma en la introducción del libro Yolanda Morató, como una magnífica y minuciosa crónica de la cruenta batalla que sacudió el corazón de Francia y que asoló el país a través de todas sus arterias.

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