Ignacio Arrabal (Sanlúcar de Barrameda, 1973) es poeta reconocido y laureado. Entre 2003 y 2011 publicó cuatro libros de poesía y obtuvo premios prestigiosos como el “Ángaro”, “Santa Teresa de Jesús” y“Paul Beckett”. En 2014, vio la luz una selección de sus relatos bajo el título “Las vidas invisibles”.
“El rasgo suplementario” (Editorial Anantes, 2016), que ahora me ocupa, es su primera novela. En ella, él mismo permite entrever que, al menos de momento, deja de lado el verso para adentrarse de lleno en el terreno de la prosa, incluida la crítica literaria.
No cabe duda de que hay muchas formas de entender lo que es novela, y que todas se han ido superponiendo tanto en el tiempo como en el espacio. Resulta obligado asimilar primero la grandeza de Cervantes para luego gozar más de Quevedo, Galdós, Proust, Joyce o Cortázar. Aunque toda la ficción que destilan las obras de estos genios, y las de quienes no lo son, se entrecruzan en un punto común: un hilo argumental, por muy sutil que sea, y que encierra a su vez, una biografía fabulada, un magma de vida de consecuencias relevantes desde que esta vida comienza a fabularse.
En esta intersección se revela el pulso narrativo del novelista. Desde la primera parte del texto (“Prólogo de la 0,6 persona”), Arrabal apela a la autobiografía ficticia a partir de un hecho cotidiano que provoca su desazón y al cual alude reiteradamente como “mal doméstico”. Olvida todo lo que ha leído y más allá, como efecto inmediato, no encuentra señal ninguna de lo vivido anteriormente, hasta el punto de llevar al límite la pregunta que ya se había hecho Lawrence Durrell: “Una persona, ¿es continuamente ella misma?”
Siguiendo con esta disposición de ánimo, el autor-protagonista se adentra, nos adentra, en la segunda parte, “La infancia es sólo literatura”. Es entonces cuando aparecen, enraizados con fuerza en el genuino “mal doméstico”, un entorno, una figura y un pensamiento dicotómicos que no hacen sino ayudarle al desfallecimiento cuando procura salvar alguna íntima zona de su ser. El entorno se reduce a su niñez; la figura se reconvierte en su alter ego, un tal Luis Agua; y el pensamiento acaba por condensarse en un agobio insólito y estricto: “Me extrañó de pronto que… todo cuanto me rodeaba era nada más que una cosa inaprensible que únicamente podía existir como una emoción, como un pálpito que había transformado todo contacto con la realidad en una ausencia de la realidad misma”.
El tercer -y brevísimo- último capítulo lleva a la renunciación del ser humano y a la negación de todo lo acaecido en la contienda consigo y con su sombra. Y así, “El rasgo suplementario” termina con un supuesto guiño al lector por parte de un autor casi omnisciente situado en una recta sin final que no deja de convertirse en el punto de un círculo infinito: “Es más que posible que uno empiece a olvidar lo que ha vivido, pero jamás cae en el olvido lo que nunca sucedió, le dije (al doctor) mientras me conducían a un cuarto de aislamiento.”
Una novela, al cabo, intensa y profunda, que deviene en una meditación sobre la fragilidad del hombre sumido a diario en su maraña, sujeto a la sucesión de lo pasado y del porvenir.
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