Tres años atrás, escribía en este mismo espacio, sobre el bautismo lírico de Francisco José Martínez Morán, galardonado por aquel entonces con el II Premio de Poesía Joven Félix Grande por sus “Variadas posiciones del amante”.
Este madrileño del 81, licenciado en Filología, que alterna su tarea poética con la de Investigador en el Centro de Estudios Cervantinos y Profesor de Talleres Literarios en la Universidad de Alcalá de Henares, apuntaba ya en su primer volumen muy buenas maneras. Con un notable dominio de las tonalidades rítmicas, su decir venía signado por una fina expresividad y un confesionalismo sugeridor .
Avalado por la reciente concesión del premio “Hiperión” a “Tras la puerta tapiada” (2009), Martínez Morán vuelve a dar muestras de su lírica creadora. En esta ocasión, ha vertebrado un poemario de sonora esencia verbal, en el que se adivina un discurso de mayor trascendencia, despojado ya, de aquel acento más juvenil y amatorio que envolvía su entrega inicial.
El primero de sus cuatro apartados, “Tras la puerta tapiada” -que da título al conjunto-, es un sentido homenaje a esos hombres y mujeres que marcaron su impronta a través de su hondo sentimiento artístico ( “A veces es unánime el fragor/ de las cosas perdidas para siempre:/ el cuadro que Vermeer dejó inconcluso/ mientras la luz se agotaba en Delft (…) las últimas palabras de Virgilio/ en Brindisi, y las notas que jamás/ llegó a escuchar Beethoven (…) los días de la infancia, la primera/ decepción y los padres que no vuelven”. Además, un hálito de nostalgia se anuda a estos poemas, en los que se suceden instantáneas de protagonistas de muy distintos siglos -Homero, Miguel Ángel, Pergolesi, Sorolla, Kavafis, Borges…-, en una suerte de apuntes vitales que constatan la perseverancia estética con la que apuntalaron su existencia.
Su segunda sección, “Me guardan”, ahonda en la realidad de la pérdida, de la desasosegante mirada que atisba un horizonte donde sólo se divisan sólidos laberintos, soledades, moradas habitadas por el desconsuelo: “Ha llegado el momento de tapiar/ las últimas ventanas de la casa (…) Siempre me ha derrotado/ saber que formo parte de las ruinas”.
En “Las niñas descarriadas”, su penúltimo apartado, el poeta madrileño traza con delicadeza la fina línea que anuda el verso al corazón y se deja llevar por la constancia del tacto amante, en textos que se orillan y espumean al hilo de un emocionado intimismo: “Descalza como el día que amanece,/ juegas a acariciar la superficie/ del lago con la punta de los dedos (…) Entretanto, te observo y me pregunto/ cuánto habrá de ti misma en el reflejo/ que las aguas esbozan de tu pierna/ y tu vestido blanco al agitarse”
Como coda, “Casi sombra”, desvela los temores del yo poético ante la fugacidad de su propio ser, ante la memoria que persigue los fantasmas del tiempo, ante las cicatrices de ser uno y múltiple: “Como un surco labrado en el desierto/, el paso de los días va dejando/ huellas ingobernables/ en el mapa del alma”.
Poemario, en suma, dador de certidumbres, que celebra en sus páginas la alianza del fulgor vital y la límpida melancolía.